Aquí estoy otra vez. No sé cuántas veces he venido en estos últimos seis años. He perdido la cuenta. Venir no es fácil. Nada fácil. Llego no queriendo pensar pero pensando, no queriendo tener miedo pero temiendo, con el estómago encogido pero sonriendo. Entrego mi cita en la ventanilla de enfermeras y me siento a esperar ,a veces incluso dos horas, así que me da tiempo de sobra de observar al resto de pacientes. En la sala de espera las sillas están colocadas formando un cuadrado. Me siento. Miro a mi alrededor y veo caras sin pestañas, demacradas y enmarcadas por pañuelos. Unos son invisibles, transparentes, dejando ver la cabeza pelada; otros tristes acompañando miradas preocupadas, sin esperanza, ausentes.También veo hombros caídos por el peso de la resignación; brazos temerosos cruzados para protegerse uno a otro; pies desconfiados que se retraen hacia el asiento; tobillos asustados que no se atreven a separarse . En la fila que está a mi izquierda, un rostro joven aburrido e inexpresivo responde con palabras secas y voz ruda a un hilo de voz. - Abuela que te he dicho ya un montón de veces que todavía nos queda un rato. - Me digo que vaya imbécil. Miro a la derecha y otro rostro se inclina interesado y sonríe dulcemente, mientras unas manos cariñosas y confortadoras aprietan otras crispadas por la ansiedad. Gracias a Dios, las caras y las manos de los acompañantes suelen ser del último tipo. Así lo es también el mío. Tenemos suerte. Me abstraigo un rato pensando en la situación de la pobre abuela. De pronto, entra un pañuelo estilo zíngaro alegre y simpático de colores vivos. Todo menos discreto. Enmarca una sonrisa franca y una mirada optimista y decidida. En ese momento se abre la puerta de la consulta, llaman, y la dueña de ese pañuelo tan atrevido pega una carrera y dice valiente y contenta - Me toca. ¡Qué suerte! - Le guiñó un ojo y le deseo lo mejor de todo corazón.