Revista Opinión

La otra memoria historica: los gal

Publicado el 16 noviembre 2010 por Samdl
LA OTRA MEMORIA HISTORICA: LOS GAL
I
El lunes 9 de Mayo de 1994, un día después de la comunión de su hijo, el hasta entonces número dos de Interior, Baltasar Garzón, anunciaba su dimisión como secretario de Estado del Plan Nacional contra la Droga con el rostro de aquel a quien le roban las joyas de delante de sus ojos para ser arrojadas a una piara de marranos: «Felipe González me engañó y me utilizó como un ardid electoral el pasado 6 de junio. Las promesas que me hizo de luchar contra la corrupción y a favor de la regeneración democrática no se han cumplido por la actitud pasiva del presidente. Quienes predijeron que me estaba usando para dar una imagen de lucha contra la corrupción y predijeron este desenlace en mi carrera política han acertado en gran medida», dijo con voz temblorosa. Finalizaba así la luna de miel de lo que, a todas luces, parecía ya en sus orígenes un matrimonio de conveniencia. Fueron muchos los que respiraron con alivio y destensaron el nudo de sus corbatas tras la dimisión del superjuez de Torres. La nube negra se esfumaba.
Apenas un año antes, el 4 de junio de 1993, Garzón demostró en el mitin de cierre de campaña en la Casa de Campo que no estaba solo. Al menos de puertas afuera. Y es que, aquel que diera carpetazo a los GAL un mes antes para dar el salto a la política, se situaba en las encuestas del CIS por delante de Aznar e incluso Felipe González en cuanto a popularidad, según le advirtió su mentor y lazarillo político, José Bono. Una encuesta que jamás vería la luz de las portadas de los periódicos gracias a las virtudes taumatúrgicas de Alfredo Pérez Rubalcaba. Pero Garzón siempre tuvo claro que no había dejado la Audiencia Nacional para convertirse en el abrepuertas de González. No le bastaba con ser un Apóstol: venía en calidad de Mesías. Tal es así, que según narró Juan Carlos Ibarra en el juicio por el secuestro de Segundo Marey, Baltasar Garzón no se había colgado el paracaídas para saltar al campo de la política como un diputado raso –como le advirtió el presidente autonómico que ocurriría– sino que el juez se hallaba plenamente convencido de que sería Ministro del Gobierno. «Sé que voy a ser ministro. Si Felipe no me hace ministro, se va a acordar toda la vida». Para entonces, Garzón ya había pegado el aldabonazo en Moncloa como sereno del vecindario para darle el parte médico de los GAL al Presidente. Dejaba así los bártulos de la Audiencia Nacional y se iba con la música a otra parte. Como el ratoncito del cuento, le prometió a González pasarse las noches durmiendo y callando, dejándolo todo atado y más que atado en los cajones de la Audiencia de modo que no pudiera reabrirse el caso GAL.
«Esta es una cuestión de cojones. Aquí no se puede echar a nadie, hacer ningún tipo de limpieza, porque todo el mundo tiene cogido a todo el mundo por los cojones», le espetaron desde Ferraz a Garzón. Y es que el juez que años atrás se encargara de poner entre barrotes a Amedo y Domínguez, se presentaba ahora como el paladín de la corrupción. Siendo el PSOE la casa de Tócame Roque y un coladero de ratas de alcantarilla, no dudaron en levantarse en armas contra el encumbramiento político de Garzón. Los Húsares de la Muerte del guerrismo abandonaron el campamento de invierno tras el estéril enfrentamiento entre los dos brigadieres sevillanos a razón de los escándalos del Vicepresidente y su hermano. José Barrionuevo, por su parte, no se mostraba dispuesto a compartir laureles con aquel que encarcelara a sus zapadores durante la guerra sucia, amenazando con su dimisión frente a González. No fue el único. Como hormigas africanas en hilera, se sumaron José Luis Corcuera, Rafael Vera y Eligio Hernández. Y es que temían a Garzón más que a la fiebre amarilla. Razones no les faltaban.
Tanto González como Garzón poseían esa altanería casi castrense del mediocre que es aupado hasta la cima sin más virtud que la del carisma. Vanidad de vanidades; pero como el carácter es destino, ambos habrían de desenfundar sus espadas más temprano que tarde. Los días pasaban y las promesas del Presidente no se materializaban. Al contrario, el jienense no hallaba más que puertas cerradas y una suerte de ley del silencio a su alrededor. Su olfato de comadreja le decía que algo sucio se cocía en las oscuras cocinas de Ferraz. Quien se viera a sí mismo como portada del partido no dejaba de ser una mera caricatura en las páginas interiores. Lo primero que hicieron fue colocarlo como delegado del Plan Nacional contra la Droga, adscrito al Ministerio de Sanidad y Consumo. «Yo no he venido aquí a dispensar metadona y jeringuillas», le inquirió al Vicepresidente del Gobierno a la sazón, Narcís Serra. A las pocas semanas, el Plan Nacional contra la Droga pasaba a competencias del Ministerio de Asuntos Sociales, hecho que le siguió molestando profundamente. Sin quererlo, se había convertido en un simple alfiz sobre el tablero del ejecutivo. Por ello, protestó ante Felipe González viendo de la manera que estaba siendo ninguneado por el Partido. No había salido por piernas de la Audiencia Nacional para convertirse en un Gólem de barro al servicio del Presidente. Finalmente, terminaron pasando el Plan al Ministerio del Interior, donde las dagas afiladas comenzarían a rozar cuero.
José Luis Corcuera, Ministro del Interior en agraz, conocía el interés de Garzón por desmochar al Partido Socialista como ya anunciara durante la campaña electoral. También sabía que había pedido a González su propia cabeza y la de Solchaga por los escándalos con los fondos reservados y el caso Ibercorp. No obstante, en Interior le mandaron a dirigir la lucha contra la droga y el crimen organizado. Los planes que Garzón presentó a Corcuera eran, lisa y llanamente, la creación de una guardia pretoriana independiente de Interior al más puro estilo KGB o Gestapo, en la que él fuera el máximo responsable. Dicho cuerpo debería funcionar con un mando único, un presupuesto ilimitado y un único confesor: Felipe González. El Litri –como conocían a Corcuera en la intimidad por su pasado de electricista– no necesitó consultar su horóscopo para conocer la carta de navegación que trataba de desplegar Baltasar Garzón. Sabía que darle manga ancha al Mesías sería tanto como darle una tuneladora en medio de un monte plagado de cardos, que es lo que era a fin de cuentas el Partido Socialista. «Yo te doy el dinero de las multas de tráfico y tú te administras como puedas», fue lo máximo que consiguió del titular de la cartera de Interior. Agua de borrajas. Pero el viento cambió de rumbo con la dimisión de Corcuera a finales de 1993. Antoni Asunción, su sustituto en el cargo, vio con buenos ojos el programa de Garzón; pero al juez le duró apenas un suspiro el ensalmo. La fuga de Roldán en abril de 1994 forzó la dimisión de su mecenas, Asunción. Poco antes, sin embargo, firmó como medida profiláctica el decreto que convertía a Garzón en Secretario de Estado de Interior con mando en plaza para coordinar todo el aparato represivo. Felipe González, viéndole las orejas al lobo, dio un giro de timonel fusionando las carteras de Justicia e Interior, colocando al frente de semejante portaviones a su palafrenero Juan Alberto Belloch. Y éste, como era de esperar, no tardó en lanzar a Garzón por el derrocadero. «Me dice Belloch que quiere tu dimisión. La quiere ahora mismo», le expuso lacónicamente Margarita Robles. Jaque mate.
Durante el debate del Estado de la Nación ni siquiera aplaudió la intervención de Felipe González. Su afrenta era toda una declaración de intenciones. Apenas dos semanas después tiraba la toalla. Su mente estaba ya de nuevo en los cajones del Juzgado de Instrucción Número 5 de la Audiencia Nacional. Y dos nombres concretos aparecían como burdos ectoplasmas: José Amedo Fouce y Michel Domínguez Martínez.
II
A cencerros tapados, cuando el Sol ya comienza a caer y los pasillos de la Audiencia Nacional se encuentran vacíos, entraba un coche de la Policía Nacional en el garaje de los juzgados sin ni siquiera identificar a sus ocupantes. Ni el servicio de información de la Audiencia Nacional ni el Juzgado de Vigilancia Penitenciaria de Ocaña tuvieron conocimiento del excarcelamiento relámpago. Michel Domínguez llegaba en son de guerra. Tanto él como el ex subcomisario de Información de Bilbao, José Amedo, llevaban cinco años pudriéndose en prisión de los ciento ocho a los que habían sido condenados. Venía dispuesto a darle un ultimátum al juez que en escasos días abandonaría los juzgados para dar el gran salto a la política de la mano de González. La reunión parecía más un encuentro de borrachuzos acodados en la barra de un bar al cierre de la noche que una declaración. Ni secretaria, ni acusaciones particulares, ni su abogado Manrique, ni fiscal. Solos en la calma chicha del atardecer. Domínguez se decidió por fin a templar las cuerdas de su lira y cantó: «Si el asunto no se lleva esta misma semana al Consejo de Ministros, habrá sorpresas». Le sugirió, además, que tanto él como Amedo poseían pruebas que comprometían a altos cargos del Ministerio del Interior, incluido a José Luis Corcuera. También recordó la manera en la que fueron engañados, cuando su anterior abogado, Gonzalo Casado, les aseguró que Felipe González les tendría preparado el indulto para 1993. En Interior sabían que Amedo y Domínguez eran como un puñado de minas enterradas en el suelo. En cualquier momento podrían estallar armando la de San Quintín. De ahí que, ante el temor a que delataran, incluso planearan esa suerte de fuga circense según la cual debían dejarse barba, hacer gimnasia a diario en el patio y que un furgón los llevara a Portugal para lanzarlos después hasta Costa Rica.
Así las cosas, entre puños sobre la mesa, amenazas y la sombra gris de una familia hecha ciscos, con su mujer recién operada de cáncer y unos hijos que llegarían a cuestionarse un buen día si su padre fue un asesino, le puso una a una todas las cartas sobre la mesa al juez Garzón. Éste, con la sangre corriendo por sus venas a ritmo de tantán ante las revelaciones de Domínguez, le aseguró que se presentaría a las elecciones como número dos del PSOE por Madrid y que sería nombrado ministro, por lo que le sugirió con la calma de un encantador de serpientes que callasen durante una temporada más. Venía a prometerle en ese lenguaje inefable de miradas y gestos que su silencio valía un indulto si seguían sin comprometer al Ejecutivo. Garzón entraba así en política con una bala dorada en el tambor de su pistola que podría disparar si Felipe se atrevía a utilizarlo. Y así fue.
En Mayo de 1994 colgaba las botas, aún lustradas y brillantes tras sus escasos minutos de juego en el campo de la política, y ya en Julio abría la veda de la caza del zorro. Por su mente sólo volaba la idea de la venganza. Y por almudes. Una aciaga tarde de Julio, el bueno de Michel Domínguez hizo fonda en un restaurante al regreso del Santo Sepelio de su padre y por el cual obtuvo un permiso penitenciario. Al salir, se encontró con la cerradura de su coche forzada de una manera limpia. En su interior todo se encontraba en orden. Tan sólo había desaparecido una pequeña libreta en la que anotaba información personal sobre los GAL así como apuntes de sus cuentas corrientes. A los pocos días, aparecía en la redacción de El Mundo un alma seráfica que, casualmente, encontró la libreta en el banco de un parque. El destinatario era Melchor Miralles, aquel que hallara el segundo zulo de los GAL en Col de Corlecou casi diez años atrás. El 25 de octubre, por esos azares de la vida, los astros se alinearon de manera que Garzón se dirigió a Pedro Jota en una providencia: «Requiérase al Sr. Director del periódico El Mundo para que facilite a este Juzgado cualquier dato que obre en su poder publicado o no publicado, siempre que no se quebrante el Secreto profesional en relación a José Amedo y Michel Domínguez y su vinculación con los G.A.L. y su presunta participación en el Secuestro de Segundo Marey»
Al tiempo, el titular del Juzgado de Instrucción Número 5 de la Audiencia Nacional viajaba por su cuenta a Ginebra para revolver junto a sus colegas europeos la posibilidad de ir a tiro hecho e investigar los Fondos del Ministerio del Interior en Suiza a fin de coger con las manos en la masa a Corcuera o Barrionuevo. Logró averiguar que las mujeres de Amedo y Domínguez poseían cuentas abiertas en Suiza a las que llegaban cantidades millonarias desde los fondos reservados del Ministerio del Interior a manos del secretario de Rafael Vera y el Guardia Civil Félix Hernando –quien sería ascendido con los años a General de Brigada de la UCO tras su padrinazgo con el confidente Zouhier antes del atentado del 11-M –. La suma, aproximada a los quinientos millones de pesetas, no había sido tocada aún. El juez propuso a Amedo que sacaran el dinero de modo que sólo implicaran a Interior; pero tanto el ex subcomisario como Domínguez eligieron no rozar una sola peseta de sus favores y silencios. A su regreso, Baltasar Garzón reabría los sumarios por el secuestro de Segundo Marey y los cuatro asesinatos en el restaurante Mon Bar de Bayona. Como hilanderas, iba trenzando poco a poco las fibras que más le convenían para dejar bien atada su cruzada personal. No sólo quedaba claro que se usó el dinero de los fondos reservados para financiar la guerra sucia de los GAL, sino que, según se iba alumbrando, eran muchos los que vieron en ello una mina de oro que ni las del Perú. Por esta razón, sabía que colocándole el horcate en el cuello a Amedo podría tirar de la carreta de Interior dándole la del palo y la zanahoria.
III

José Amedo Fouce, subcomisario de la Brigada de Información del Cuerpo General de Policía de Bilbao durante los años del GAL, era la figura arquetípica, el molde de arcilla del policía chulesco y altanero para el que los fines siempre justifican los medios. De mirada penetrante, rasgos sombríos y pose hierática, podría pasar por una escultura románica tallada en mármol de Rosetta si no fuera por su destreza de movimientos en la noche. Aficionado a los prostíbulos y a los casinos, llegó a gastar hasta nueve millones de pesetas en un solo año apostando al black jack en el Hotel Londres de San Sebastián. Un dinero que le quedaba grande a un simple funcionario de la Policía. Y un dinero con el que se hospedaba en el Hotel Ritz de Lisboa, lugar donde contrataba personalmente los servicios de unos mercenarios de segunda con más ganas de cobrar que de apuntar. Por pura chabacanería o provocación macabra, en su documento de identidad falso no figuraba escrito su nombre auténtico, sino el de Genaro Gallego Galindo.
Con Amedo se toparon las investigaciones a través del hallazgo del segundo zulo en Col de Corlecou, donde hallaron pelucas, armamento correspondiente a una partida exclusiva de la Policía y documentos que vinculaban a los mercenarios con el segundo nivel operativo de los GAL. Así fue que, en Diciembre de 1987, la Audiencia Nacional citaba a declarar por primera vez a José Amedo por su participación en la creación de los Grupos Antiterroristas de Liberación. Meses después, tanto él como Michel Domínguez, un pobre inspector de policía hijo de inmigrantes suizos que se vería en medio del Dédalo tan sólo por hablar francés, pondrían sus pies por vez primera en la Prisión Provincial de Logroño. El nerviosismo se adueñaba de la cúpula del Ministerio del Interior. Ante el temor a que delataran a sus superiores en el organigrama del GAL, pusieron en marcha el famoso plan de las cartas portuguesas. Con él, se trataba de comprar la rectificación de los mercenarios presos en Portugal. Para ello debían declarar por escrito que inculparon bajo presiones a Amedo y Domínguez. Al poco tiempo se demostraría que no fue más que un montaje más propio del cine B que del enorme aparato encargado de controlar los cuerpos de represión del Estado.
Los años pasaban y los dos policías seguían cumpliendo con su papel de cabezas de turco. Viendo que ninguno de los indultos prometidos, ni el de González ni el del Garzón-Político, llegaba, decidieron inflarse el pecho de valor y pinchar el hueso de Interior. En Febrero de 1994, Amedo le enviaba una carta de cinco folios a Juan Alberto Belloch que concluía: «Me consta que de no tener respuesta inmediata en los próximos días, ella [su consorte] junto con la esposa del señor Domínguez, pondrán en conocimiento de Su Majestad el Rey la situación que en esta carta le manifiesto a usted, ampliando circunstancias que indudablemente resultarán desagradables para el Jefe del Estado».
Posteriormente, tanto Amedo como Domínguez consiguieron declarar ante Garzón como testigos protegidos, de modo que optaron por soltarse la correa y contar todo cuanto sabían de los veintisiete asesinatos de los GAL y lo que serpenteaba por las cloacas del Estado. Incluso se encargaron de mantener informados a José María Aznar y a Pedro Jota Ramírez. Todo valía con tal de cubrirse bien las espaldas. Mientras tanto, el CESID husmeaba el aire como un perro de presa en busca de cualquier rastro de Amedo. Los cachorros de Manglano trataron de grabar la entrevista que tuvo lugar en la sede de El Mundo entre el abogado de Amedo y Domínguez, Jorge Manrique, y el que fuera Secretario General del PP, Francisco Álvarez Cascos. Incluso llegaron a vigilar a Manrique desde el piso contiguo al suyo.
Al tiempo, en vísperas de la Navidad de 1994, un terremoto sacudiría las bóvedas de Interior. El juez Garzón sacaba de la madriguera a un buen puñado de zorros para ponerlos esa misma noche entre rejas como aviso a navegantes. El Jefe Superior de Policía de Bilbao, Miguel Planchuelo; el ex Jefe del Mando Antiterrorista, Francisco Álvarez; los agentes de la Brigada de Información de Bilbao, Julio Hierro y Francisco Sainz Oceja; y su primer gran trofeo de caza mayor: Julián Sancristóbal, Gobernador Civil de Vizcaya. Usando a Amedo y Domínguez como correas de transmisión, había conseguido poner en movimiento todas aquellas fuerzas centrífugas que le acercarían al pináculo del Ministerio del Interior, y así, peldaño a peldaño, poder incluso cazar con sus propias manos a su archivillano particular: el Señor Míster X.
IV
Como si de una chica Almodóvar se tratara, el juez Garzón le pasó en su despacho a Amedo el guion que le tocaría interpretar minutos después ante el Fiscal de la Audiencia Nacional aquel 16 de Febrero de 1995. «Señor Amedo, ¿quién le entregó a Julián Sancristóbal el millón de francos franceses para financiar el secuestro de Segundo Marey?», interpeló el Fiscal. A lo que el ex subcomisario respondió con gesto hosco y seco: «Rafael Vera, secretario de Estado de Interior». No hizo falta más. Mate ahogado. Rafael Vera mordía el polvo y pasaba esa misma noche ladrando a la Luna en la prisión de Alcalá Meco.
Mientras, tanto Planchuelo como Sancristóbal pasaban las noches de duermevela entre rejas con una corazonada que les llegaba hasta el tuétano de los huesos del alma. Garzón estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de subir peldaños hasta llegar a Felipe González. Por tanto, sabían de la manera que se las estaba gastando con los alevines del organigrama como Amedo a fin de lanzar el arponazo definitivo que le trajera a Corcuera, Barrionuevo y Belloch. Necesitaba pruebas y no meros indicios. Por la condición de aforados de todos ellos, Garzón debería dejarlo todo perfectamente atado a la hora de inhibirse y pasar el caso a manos del Tribunal Supremo, que sería a quien le correspondería enjuiciarlos en ese caso. Por ello, el que fuera número dos de Felipe por Madrid, jugaba a correr una suerte de Tribunal de los Tumultos condenando a Sancristóbal y compañía más a la crucifixión del remordimiento y la carga de conciencia que a la pena de los barrotes. Sabía que así, tarde o temprano, delatarían a sus superiores al ver cómo éstos se salían de naja.
A Planchuelo la sangre se le volvió pura lava al enterarse que el PSOE había pagado los doscientos millones de pesetas de fianza a Rafael Vera. Quedaba claro que el Gobierno de González había abierto un cortafuegos que separaba a los suyos de los policías. A los unos les salvaría el culo a cualquier precio mientras que a los otros los dejaría marchitarse como una hoja seca. Así las cosas, cargaron sus baterías de cañones y se decidieron a declarar de nuevo contando todo lo que sabían de sus superiores. Una vez más, a Garzón no le fallaron los cálculos de su ábaco. De nuevo sus cajones se convertían en la Caja de Pandora que un buen día abriría.
Tanto Planchuelo como Sancristóbal cantaron con el alma en los labios todo cuanto sabían, al igual que ya hiciera Amedo y Domínguez, alzando sus acusaciones hasta el piso superior de Interior. Incluso declararía el ex Secretario General del Partido Socialista de Euskadi, Ricardo García Damborenea, quien le dijo al juez con esa mordacidad tan suya: «La decisión de una respuesta activa frente a ETA la tomó personalmente el Presidente del Gobierno Felipe González en la primavera de 1983 […] Esto es así de claro y no admite matizaciones. Yo no habría dado aliento político a los Grupos Antiterroristas de Liberación si no hubiese tenido claro, sin la más mínima duda, que González lo quería». Para Garzón, semejantes declaraciones fueron como miel sobre hojuelas. Obtenía así el salvoconducto que le permitiría cruzar la frontera para llegar al Alto Tribunal.
A finales de Julio de 1995, Garzón le remitía al Tribunal Supremo una exposición en la que implicaba a José Barrionuevo, Txiki Benegas, Narcís Serra y Felipe González Márquez. Con esa autosatisfacción de mantis resentida que consigue zamparse a su consorte de un bocado, presentó la acusación de pertenencia a banda armada en grado de fundador que le correspondía a Felipe González. Era el momento de subirse a lomos de su Rocinante para acudir a la Sala Segunda del Tribunal Supremo y pasarle el relevo al Presidente, Fernando de Cotta y Márquez de Prado.
De todos los comienzos posibles, el suyo fue el peor. Sus predicciones de vieja sibila chocaron contra el malecón de los fiscales. Tanto que el Fiscal General del Estado se opuso a la tramitación del sumario de los GAL porque, según su interpretación, «no se dan las condiciones para adoptar la decisión de solicitar el suplicatorio e interrogarle como imputado [a González]». Sí aconsejaron en cambio que pidiesen el suplicatorio al Congreso para interrogar a Barrionuevo. Pero los peñascos se sucedían en el camino. Las irregularidades eran al sumario de Garzón lo que las espinas a las rosas. Repleto de declaraciones sin firmar, tomos sin numerar, pruebas de dudosa legalidad y otras tantas irregularidades, el sumario parecía más bien el trabajo de plástica de un parvulario. Descorchado por completo, terminaron optando por empezar de cero y llamar a declarar nuevamente al rebaño de chivos expiatorios. Todos se mantuvieron ternes en sus posturas. Al rosario de testimonios añadidos al sumario se sumaba el de Eduardo Luengo Garallo, quien fuera Jefe de Seguridad de La Moncloa. Según sus declaraciones, el Jefe de escolta del Presidente le confió un buen día: «Se va a crear una estructura clandestina en el País Vasco español y en el sur de Francia. Felipe González está dispuesto a ir a por todas».
De esta manera, a comienzos de 1996, el Tribunal Supremo dictaba un auto contra José Barrionuevo, ex Ministro del Interior, imputado por un delito de detención ilegal en el caso Segundo Marey. Garzón, como perro rabioso, pataleó bajo su baldaquino al enterarse de la resolución. Y es que José Barrionuevo no había tenido más que pasar por caja y pagar la fianza para seguir disfrutando de la libertad. Días después, tras reunirse con el instructor en casa del Presidente del Alto Tribunal, Fernando de Cotta y Márquez de Prado, el magistrado Eduardo Moner decidía ampliar los delitos a Barrionuevo e imputar además a Felipe González. Les atribuía los delitos de integración en banda armada en grado de dirigentes, detención ilegal y malversación de caudales públicos.
«Indicios y pruebas para incriminar a González existen hasta la náusea. Lo inverosímil, peregrino y fabulatorio para un tribunal es creer que José Barrionuevo, Rafael Vera, Julián Sancristóbal, Francisco Álvarez y Miguel Planchuelo creasen, organizasen, financiasen y coordinasen una banda terrorista sin el conocimiento y el consentimiento de Felipe González», escribió el juez Joaquín Navarro Esteban, que otrora fuera miembro del Partido Socialista Popular. Sin embargo, los vientos soplarían en sentido contrario con la victoria del Partido Popular en Marzo de 1996. El instructor sacaba entonces su botiquín de primeros auxilios, se enfundaba los guantes de látex esterilizados y, aguja en mano, se dispuso a coser chapuceramente las heridas. En un nuevo auto, le endosaba a la Audiencia Nacional los mochuelos de los nidos de la «creación, organización y financiación de los GAL», remitía el caso de los fondos reservados a la justicia ordinaria y le colocaba el mono de trabajo a Garzón para que siguiera instruyendo los asesinatos de dirigentes etarras en Francia.
Las acusaciones particulares, sin salir de su asombro, en un intento desesperado por cruzar el río aun tanteando las piedras, pidieron una serie de careos con José Barrionuevo a fin de conseguir que él mismo se pillara los dedos y comprometiera a González.
Con todo esto, el juez Moner levantaría la alfombra dejando a la luz todo lo que bajo ella se escondía; pero no la del Ministerio del Interior, sino la del Juzgado de Instrucción Número 5 de la Audiencia Nacional. «Retuvo siete meses el sumario sobre el secuestro de Segundo Marey para impedir que la causa fuese de inmediato al Supremo. […] Allí las declaraciones no se hacían como aquí. En la Audiencia Nacional nos reuníamos previamente con el juez y pactábamos lo que íbamos a decir y lo que no. […] En mi primera conversación con él, le dije que no iba a comprometer a ningún policía de mi rango. Garzón se encogió de hombros y me dijo: Eso no me importa, lo que yo quiero es tirar para arriba. […] Sí, me amenazó a mí y también a mi mujer [si no decía en cada momento lo que él quería]», fueron algunas de las palabras de Michel Domínguez a Eduardo Moner. El juez Garzón quedaba así al desnudo y poniendo en peligro el procedimiento mismo. De esta manera, se cerraba por fin el sumario pasándole la patata caliente a la Sala Segunda del Tribunal Supremo para su enjuiciamiento. Más de un acusado se pasaría las noches frotando con pasión su lámpara de aceite esperando a que se apareciera el Genio Maravilloso. Lo que no sabían es que, a veces, los milagros suceden.
V

El 22 de Enero de 1995, Rafael Vera mantenía una conversación con un magistrado del Tribunal Constitucional en la cual le confesaba, ruborizado como un infante enamorado, que deseaba un encuentro en su alcoba con José Augusto de Vega para que se hiciera cargo de su caso. Desbordado por la pasión, cayó en los brazos de la fiebre que le producía aquel provecto señor que fuera miembro del CGPJ gracias a los votos socialistas así como candidato propuesto por el PSOE para presidir la Audiencia Nacional. El puño y la rosa los unía como el poder unió a Marco Antonio y Cleopatra. Pero no era el único admirador secreto. No resultaba así casual que la plana mayor del partido descorchara sus botellas aquel Noviembre de 1996 en el que José Augusto de Vega fue nombrado Presidente de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, ocupando el trono de Fernando de Cotta y Márquez de Prado, ya jubilado. El ménage à trois estaba en sus fases preliminares.
«Tras una discusión muy jurídica, muy detallada y muy completa, la sala ha decidido por mayoría de seis votos a cuatro que los aforados no sean citados a declarar», sentenció de Vega ante los medios en la madrugada del 6 de Noviembre de 1996 en la que se reunieron para determinar si Felipe González debería comparecer como imputado.
La resolución del Supremo les daba alas a las rapaces de Interior. Según la misma, las declaraciones de Sancristóbal eran «una mera suposición» y las de Damborenea unas afirmaciones «carentes de corrobación objetiva». Además, la guerra sucia del ojo por ojo era para el Supremo «una infracción del orden social» que debería dirimirse en el Congreso. Argumentó también que para que existiera banda armada se precisaba una estructura y un número de miembros que Amedo y Domínguez no tenían. La resolución, expuesta por Cándido Conde Pumpido, ponía a tender al Sol la famosa y ridícula teoría de la estigmatización, según la cual se sustraía que citar a una persona como imputada ante indicios de comisión de delito podría manchar la respetabilísima honorabilidad del César, algo que no casaba muy bien con la estética cortijera del Partido, donde los señoritos habrían de mantener intacta su aura providencial. Cuatro magistrados se levantaron en armas ante la teoría en cuestión, entre ellos Roberto García-Calvo, para quienes inculpar no presuponía indicios de responsabilidad penal, sino que incrementaría las garantías de defensa del declarante, otorgándole una mayor transparencia a los representantes políticos. Con todo, la Sala Segunda del Tribunal Supremo echaba la llave a la posibilidad de pedir los suplicatorios para llamar a declarar a Serra, Benegas y a Felipe González. Con estos mimbres, la resolución tomaba los perfiles de la sentencia misma.
En junio de 1998 se producía la vista oral en la que Felipe González se personaba como testigo de Barrionuevo y no como imputado. Tras ella, José Barrionuevo y Rafael Vera serían asaetados públicamente y condenados a trece y diez años de prisión respectivamente. Garzón, escarnecido y humillado nuevamente por González, necesitaba, como el cachorro la leche, la manera de llegar al segundo asalto en el que apalear los riñones del Presidente.
VI
El 22 de Noviembre de 1999, con la ropa aún mojada por el chaparrón de hostias que le cayera años atrás a manos del Supremo y el chamizo de paja y adobe rodando por el suelo, Garzón no era más que un alma en pena y aherrojada. Así que, aprovechando la debilidad de sus horas más bajas, no dudaron en zarandearlo como al niño chivato en el colegio. La Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional le devolvía envuelto en papel de regalo el sumario con el que intentaba cazar por segunda vez a Felipe González.
«No es lógico que, con los mismos argumentos, vuelva a implicar a Felipe González en los GAL por segunda vez», dijo el Fiscal Ignacio Gordillo. Y es que Garzón se lanzó a la yugular con un sumario que, en esencia, era un reflejo del anterior. Además, una vez más, había caído en el charco de las irregularidades. El principio de la «cosa juzgada» impedía que el ex Presidente fuera procesado por la Audiencia a no ser que se presentaran pruebas e indicios sustancialmente distintos. Con la desclasificación de los papeles del CESID a comienzos de 1997, creyó encontrar el cepo perfecto con el que González tropezaría en cualquier momento.
Cuando el Jefe de la Agrupación Operativa de Misiones Especiales del CESID, Juan Alberto Perote, abandonó el centro de inteligencia, desplegó sus redes de arrastre y arrasó con todo lo que pudo. Antes de poner sus pies en la calle, el espía hizo copias a las microfichas donde quedaba en negro sobre blanco toda la información disponible acerca de los GAL, escondiendo en sus alforjas más de mil doscientos documentos clasificados, así como la famosa cintoteca. Sabía que desde ese momento caminaría con los pies desnudos sobre el filo de la navaja. No importaba. Removería cielo, tierra y archiveros con tal de implicar a los auténticos pastores de los GAL. Ver cómo sus amigos Sancristóbal y Francisco Álvarez se consumían en una celda mientras sus superiores se escondían bajo la mesa le encendió las luces de emergencia de las entrañas. Sabía, además, que el CESID montó bases clandestinas en Burdeos, Bayona y Hendaya y que le pasaba información a los mercenarios.
Con la filtración de algunos de los pinchazos telefónicos al diario El Mundo, Perote sería condenado a prisión por los tribunales militares. Pero llevaría consigo la Piedra de Rosetta de los GAL: las microfichas y documentos que supondrían el acta fundacional de los GAL, y los cuales implicaban a Narcís Serra, Alonso Manglano y Felipe González.
En ese momento, Baltasar Garzón agarró sus varillas de zahorí y se dispuso a remover la escombrera del CESID a fin de encontrar, esta vez sí, la forma de cazar a González. Antes de la desclasificación de los documentos, Garzón ya los había rastreado extraoficialmente, al igual que se había encargado de interrogar al que fuera casero del CESID, el General Manglano. Lo tenía todo más que atado. Había creado pruebas que vinculaban directamente a Manglano y González con la dirección de los GAL, a raíz del cuerpo de escritura que sustrajo de su encuentro con Manglano y que añadiría al sumario para ser cotejado con otros escritos del General.
El 18 de Noviembre de 1999, enviaba el escrito a la Sala Segunda del Tribunal Supremo. Los vientos comenzaron a soplar fuertes y helados, como una galerna salvaje. Cuatro días después, la Sala de lo Penal le daba la espalda. Oliendo que el juez convirtió la cacería de González en algo personal, y con ese tufillo de venganza irreconciliable que desprendía, bloquearon toda posibilidad de hacer caer al que, a la luz de las declaraciones de sus inferiores así como los distintos documentos, fuera director de orquesta de la época más negra de nuestra democracia; esa en la que quienes tenían la obligación de salvaguardar los derechos de los ciudadanos y perseguir el crimen con las herramientas del Estado, se decidieron por trazar una bisectriz entre la Democracia y la Tiranía, enfundándose sus capuchas de verdugos y aplicando el ojo por ojo.
Felipe González Márquez pasaría el resto de sus días en la más absoluta impunidad, demostrando que las ratas, a veces, son más rápidas que el felino.
VII

Como el león que ruge levemente mientras duerme para aparentar que sigue en alerta, hablaba Felipe González para El País el pasado 7 de Noviembre. En sus declaraciones venía a sostener con esa autosuficiencia tan suya que podría haber machacado a la cúpula de ETA con el almirez de la guerra sucia; pero no lo hizo. Estaría en condiciones de competir así en beatitud con el mismísimo San Agustín, demostrando que pudo pero no quiso. Aunque los hechos tomaran perfiles distintos tras los asesinatos de dirigentes etarras como Txapela o Arenaza, así como Santiago Brouard, líder del brazo político de ETA, HASI. Por una de esas macabras casualidades de esta vida nuestra, tuvo que ser el Día de la Constitución en los pasillos del Congreso de los Diputados cuando Felipe González le increpó a Pedro J. Ramírez aquel 7 de Diciembre de 1987: «Lo que estáis publicando sobre los GAL es terrible, y si quieres que te diga esto por escrito, te lo diré por escrito. Lo único que tengo que negociar con ETA es que si ellos dejan de matarnos a nosotros, nosotros dejaremos de matarlos a ellos».
En este punto, chocan los deseos con la realidad como dos piedras de sílex. Ahora que es el momento de negociaciones en la sombra y trapisondas de cortijo, se hace más necesario que nunca conocer nuestra Historia más reciente a fin de no caer en el saco de la manipulación. Una época en la que los paladines de la democracia se pasaban por el Arco del Triunfo los derechos y garantías más elementales y donde el poder judicial se metía las evidencias allí por donde nunca sale el Sol. El bueno de González se fue de rositas, pero es obligado remarcar con trazo grueso que mientras daba protección a los suyos, dos policías al servicio de sus inferiores en el escalafón serían condenados a pudrirse en la cárcel durante ciento ocho años con muchos menos indicios de responsabilidad de los que gozaba el Corleone sevillano. Más de treinta atentados. Veintisiete asesinatos, varios de ellos con víctimas inocentes. Tan sólo tres de ellos fueron aclarados. Esta es la otra Memoria Histórica. Olvidar es tanto como perdonar. Es el momento de recordar. De lo contrario, todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia.

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