Nacer en agosto en Valencia debería estar prohibido. Yo nací el 19. Para celebrar mi cumpleaños lo mejor era reunirnos toda la familia en el chalet de mi tío el cura, sudar como cerdos debajo de los naranjos y comer paella, una gigantesca y descomunal paella. Hecha a leña. El encargado de la misión era mi tío Héctor, el único que no era valenciano, pero que para haber nacido en Calatayud, tenía una muy buena mano, decían los sabios paelleras de mi entorno. Todos alabábamos su proeza, porque estar tres horas al lado de un fuego enorme, con esas temperaturas flamígeras, removiendo arroz, no está al alcance de todos los mortales.
Durante años, mientras mi tío se zumbaba 3 litros de cerveza para hacer la paella (para él, no para el plato), mi padre exudaba a su lado, haciéndole compañía, mi abuelo, echaba un vistazo, y mis otros tíos revoloteaban por la zona. La paella es cosa de hombres. La prueba era irrefutable. La verdad es que no los veía hacer gran cosa, solo hablaban de fútbol, nunca de política, y de lo que tenía que tener una verdadera paella.
Yo solía estar entretenido viendo el espectáculo, mientras me empinaba un bocadillo de aceite y sal del tamaño de una locomotora alemana, hasta que un año decidí no mirar a la derecha, al fuego, y mirar a la izquierda, la cocina. Allí estaba mi tía Toya, cortando toda la verdura, y mi tía Conchín, desmenuzando carne y poniendo en recipientes las cantidades exactas de los ingredientes. Hablaban con mi madre, que repartía trapos, platos y vasos, mientras discutían de cuándo habían ido al Mercat a comprar todo aquellos, kilos y kilos de ingredientes (éramos unos 20), cómo estaba de caro el conejo y si habían encontrado o no el garrofó que les gustaba. Toya era la encargada de sacar, periódicamente, todos los alimentos hasta el fuego para que su marido los metiera en la paella.
Cuando me di cuenta de cómo funciona la maquinaria de producción le dije a mi madre:
-Pero entonces quién hace la paella no es el tío, son ustedes.
Mi madre, creo recordar, me dio un beso en la cabeza y me miró con una pizca de tristeza.
La paella ya estaba lista. Olía a romero de una forma divina. La ponían en medio de la inmensa mesa. Nos servían primero a los pequeños, que comíamos en una terraza cercana. La conversación de los mayores giraba en torno a lo excelente que estaba la paella de Héctor.