Revista Opinión
Me revienta la utilización del término “paguita” que emplean algunas personas para referirse, de manera peyorativa y despreciativa, al Ingreso Mínimo Vital (IMV) que ha incorporado el Gobierno de España a las prestaciones sociales que brinda el Estado a quienes carecen de recursos, justo en pleno azote de la actual crisis sanitaria y su derivada económica. Por el tono con que lo emplean, el diminutivo denota un profundo rechazo (más visceral que racional) a la concesión de una nueva ayuda pública, pero también la mentalidad de quien lo expresa, secundado críticas y argumentarios que, por lo general, no son suyos, sino que pertenecen a una ideología determinada que los difunde propagandísticamente.
Me enerva, como digo, el uso de esa palabra y el tono con que se pronuncia. Pero más me irrita la incapacidad de razonar por sí mismos de los que se limitan a repetir, como meros papagayos, consignas y eslóganes que escuchan de boca ajena. Máxime si, el que imita las posturas y el vocabulario de los reacios a todo progreso social, pertenece a estamentos de población que con mayor probabilidad van a necesitar de la solidaridad y el apoyo del conjunto de la sociedad, es decir, si quien la expresa son trabajadores y familias vulnerables que sobreviven de trabajos y salarios precarios con los que es imposible garantizar indefinidamente las necesidades básicas, como son la educación, la salud y, en primer lugar, la alimentación y sustento. Desgraciadamente, muchos de los que cuestionan el nuevo socorro están expuestos a depender en cualquier momento de un mínimo vital que les permita escapar de la miseria y, hasta cierto punto, vivir con dignidad. Los malintencionados dicen que esta prestación solo servirá para criar vagos. ¡Cuánta insensibilidad o ignorancia para insultar tan fácil y gratuitamente a los desfavorecidos!
Sin embargo, detrás de los detractores se esconde una ideología. Los que hoy se oponen a la nueva herramienta del Estado de Bienestar son los que ayer cuestionaron que se promulgara una Ley de Dependencia que aliviara la carga de los condenados a cuidar y mantener a sus mayores. Y los mismos que anteriormente criticaron que la sanidad se extendiera a toda la población e, incluso, que fuera un derecho y no un servicio garantizado a los que estaban cubiertos por mutuas o cartillas sanitarias. Los que consideraban excesivo las indemnizaciones por despido, la cuantía y duración de las prestaciones por desempleo, las subvenciones al empleo rural y hasta la última subida del salario mínimo interprofesional, pero no las nacionalizaciones de empresas en quiebra, el rescate de los bancos, las inversiones a fondo perdido en sectores industriales o la financiación pública de instituciones que no están sujetas a control democrático. Son los mismos que despotricaron, llevándose las manos a la cabeza, del matrimonio homosexual, el divorcio y el aborto cual afrentas a su concepción moral de la sociedad.
La preocupación que muestran por la capacidad económica del Estado para financiar la nueva prestación es, sin embargo, coherente con la aversión que tienen a una fiscalidad progresiva que les obliga pagar impuestos en función de la renta. Por ello votan a partidos que prometen bajarlos. Son acérrimos partidarios de “adelgazar” todo gasto social en las cuentas públicas. De ahí el desdén con el que esgrimen que la “paguita” será un despilfarro que alimentará la ociosidad de los desafortunados que están al borde de la pobreza y la exclusión. Son aquellos que comulgan con una ideología que considera que el mercado se basta para satisfacer las necesidades de los ciudadanos y que estos han de procurarse, sim importar las condiciones de origen, su propia viabilidad vital, sin ayuda del Estado. Los que, en definitiva, propugnan que la cohesión y la libertad de la sociedad descansan fundamentalmente en la existencia de un mercado que atienda las necesidades de la población y no de un Estado social que combata las desigualdades gracias a la solidaridad de todos sus miembros.
Esta renta mínima estatal, que garantiza un ingreso mínimo de 461,5 euros a los hogares atrapados en la pobreza, no es ninguna novedad en los países de nuestro entorno, aunque sea un derecho nuevo que se incorpora al Estado de Bienestar en España. En un país, como el nuestro, en el que la tasa de desempleo es estructuralmente irreductible por mucho que la economía sea boyante (lo que imposibilita el lema conservador de que el trabajo es la única forma de combatir la pobreza), era una necesidad prestar a las capas de población más vulnerables un recurso que les permita escapar de la pobreza extrema y la exclusión social. No se trata de repartir caridad, sino de mostrar justicia y solidaridad para que el beneficio que la sociedad genera también alcance a quienes, por infinidad de causas, no han tenido la oportunidad ni los medios para desarrollar sus proyectos de vida. Y son muchos. De hecho, España es el segundo país con mayor pobreza entre los 28 de la UE. Una de cada cinco personas está en riesgo de ser pobre e incapaz de sufragar sus necesidades básicas. Se trata, por tanto, de combatir esta situación y construir una sociedad cohesionada y justa que no deja en la orilla a ninguno de sus componentes. Para ello, nuestro Estado de Bienestar se dota de un nuevo derecho con el que poder reducir la pobreza severa.
Sólo los que consideran que el Estado no debe atender el interés mayoritario de la comunidad están en contra de cada nuevo derecho que se conquista por la ciudadanía. Y lo rechazan y desprecian, apelando incluso al miedo y el insulto. Los pertenecientes a esa mentalidad retrógrada, contraria a todo progreso, no pudieron impedir que ayer, miércoles, se aprobara en el Parlamento español la tramitación como proyecto de ley de esta iniciativa que viene a fortalecer nuestro Estado de Bienestar y, por tanto, al conjunto de la sociedad. Sólo los que descalifican como “paguita” el nuevo derecho social votaron en contra o se abstuvieron, como han hecho siempre que este país ha avanzado en libertades y progreso. Y se debería tomar nota de ello.