Hace dos fines de semana, al volver a Madrid desde el refugio del valle, cargué con la ropa de abrigo que guardamos allí en los meses de verano, una suerte de rito que E. y yo cumplimos cada año. De entre toda la ropa que viaja con nosotros, tengo predilección por las chaquetas de pana y, sobre todo, por una pesada zamarra, de pana gruesa de color miel y solapas forradas de un cuero suave, que compré hace más de diez años.
Desde los tiempos de mi primera juventud, quizá desde los primeros de la universidad mantengo un idilio próximo a la devoción por las prendas de pana. La chaqueta de ese tejido era una seña de identidad, la vestimenta que mi mente casi adolescente vinculaba con los grandes escritores europeos o norteamericanos de los años 50 ó 60, con el progresismo intelectual y crítico, con nombres como Camus, Sartre, Barth, Simenon (años después, con Raymond Carver, con Tobias Wolff, con Juan Benet....). Así, la chaqueta de pana comenzó a ser una compañera perseverante de mis correrías de la pretransición y de la transición por colegios mayores, cine-clubes, domingos de filmoteca o fiestas de amigos, se haría pieza esencial de la imagen del socialismo de los 80 (Guerra y González la utilizaron muy frecuentemente) y encontró un complemento cálido y acogedor en la zamarra a la que antes me refería, encontrada casi de casualidad en octubre de 1999 en unos grandes almacenes de Madrid.
Si hago recuento de me relación con la zamarra me doy cuenta de que se ha convertido en una rara metáfora de todos los otoños, que es compañera de las caminatas por el campo o de las salidas en busca de setas y de níscalos, que en su suave y envolvente tejido vive el recuerdo de muchos otoños e inviernos en Madrid, en el valle, algún viaje a Soria o Salamanca, Sigüenza o Burgo de Osma, Viena o Berlín... Me hace evocar el olor a humo, a carrasca quemada que llega del monte en los sábados de invierno, el aroma del bosque, de la hojarasca empapada por la lluvia, del sarmiento ardiendo en alguna hoguera encendida por cazadores, el olor a tabaco de pipa del tiempo en que fumaba, las largas tardes de sábado de los años ochenta husmeando entre los libros de Fuentetaja, los primeros poemas, los primeros artículos, la primera novela... Y un poema de 1991, ó 1992, titulado "Chaqueta de pana" que terminaba así: "Oh símbolo del viento derrotado. / Oh chaqueta de pana sorprendida / entre ropa en desuso y viejos discos".
II. Dos poemas de Método de lectura
El pasado octubre, cuando terminaba el prólogo al primer volumen de la poesía completa de Javier Egea y a la vez que buscaba el antiguo ejemplar de El aroma del viento, de Justo Alejo, decidí reencontrarme con los poemarios con los que conviví a principios de la década de los ochenta, sobre todo con los que acompañaron, en Endymion, a mis dos primeros libros de poemas. Me reencontré con títulos que creía olvidados, con libros que jamás abrí y con nombres de poetas con los que pasé momentos irrepetibles en el local de la editorial acompañando a Jesús Moya o tomando unas cañas en algún bar próximo a Cruz Verde. Todos éramos desconocidos, primerizos, estábamos llenos de sueños, de proyectos, el mundo estaba por construir y con nuestros primeros poemarios pretendíamos dar la vuelta, como a un calcetín, al mundo poético de la década. Hoy unos son conocidos, se han labrado una biografía literaria con mayor o menor reconocimiento, otros han sido barridos por el paso del tiempo, nada he vuelto a saber de ellos. Entre los conocidos, José Carlón, Adolfo García Ortega, Álvaro Salvador, Antonio Jiménez MIllán, Miguel Veyrat, Fanny Rubio, Clara Janés, Leopoldo María Panero...
Formando parte de esa nómina estaba un poeta cuyo libro no leí entonces: Método de lectura, de José Antonio Labordeta. ¿Por qué no lo leí? Porque era un cantautor más que conocido, triunfaba en todos los medios y pensaba que aquel libro era una recopilación de canciones. Creo que ni siquiera llegué a abrirlo. Quedó varado en algún rincón de mi biblioteca compartiendo lugar y sombra con otros libros de Endymion hasta que hace unos días, cuando ya se habían apagado los rescoldos de los homenajes celebrados tras su muerte, di con él y decidí abrirlo y leer aquellos poemas que creí letras de canciones. Quedé sorprendido. Hasta el punto de leer el libro de un tirón (algo rarísimo en poesía). José Antonio Labordeta, al igual que su hermano Miguel, era un poetazo. Lo evidencian los dos poemas que he seleccionado.
El primero trata de un retorno: el retorno a la calle de la infancia. A la calle desfigurada por el paso de los años, vivida por vecinos que ya no reconocen a quien allí fue niño.
Hoy he vuelto a mi calle,El segundo poema es otro regreso. No a la calle de la infancia, sino a la casa. Al hogar sin nadie, donde sólo habita la memoria. Un poema cargado de emoción, suavemente melancólico, en el que incluso los objetos expresan un vacío: el que dejó el tiempo y la ausencia. Aunque los dos poemas nos recuerdan una de las obsesiones de su autor, plasmadas en numerosas canciones, cual era la preocupación por el abandono de los pueblos de Aragón, por la soledad y el vacío en que quedaban sumidos, es en este último donde ese sentimiento se expresa de forma más intensa. También más conmovedora.
a mi vieja,
triste, humilde calle,
donde dejé hace tiempo
la inocencia:
No había nadie.
Mi padre,
fatigado por sus propias ausencias,
no había regresado aún
de su recuerdo.
Los vecinos
me miraron ausentes, como extraños.
De mis manos
brotaron los árboles de siempre
y la nostalgia abrió un profundo surco
entre mis ojos.
Sobre el mapa de casa
el comedor vacío,
la cocina agrietada
y un grito como de pan
sobre una vieja silla arrinconada.
Sobre el mapa de casa
cachivaches vacíos perdidos,
muñecos desguazados,
desvanes entreabiertos,
cuartos abandonados
y esperanzas perdidas para siempre.
Sobre el mapa de casa
la soledad a cuestas,
un libro de recuerdos
el quijote previsto,
y un muchacho asustado
del ímpetu brutal de los estíos.
Sobre el mapa de casa
los recuerdos,
las ventanas vacías,
los olvidos,
y mi padre llamándome a pedazos
los domingos.
Sobre el mapa de casa
ya ha crecido la yedra
en su recinto.