Aquí estamos. Otra vez. Clarice Lispector y yo.
Aquí estoy, Clarice. Aquí estoy otra vez. Aquí estamos de nuevo: la pantalla blanca y yo.
"Voy a crear lo que me ha acontecido. Solo porque vivir no se puede narrar. Vivir no es vivible. Tendré que crear sobre la vida. Y sin mentir. Crear sí, mentir no. Crear no es imaginación, es correr el gran riesgo de acceder a la realidad. Entender es una creación, mi único modo".
Tu único modo. Creas para entender, Clarice, para llegar a la verdad. Creas novelas complejas de tramas sencillas o apenas sin trama. ¿Es, acaso, esta creación tuya una novela? ¿Dónde está su desenlace, mi premio por haber transitado con labios resecos por el desierto que es? Sí, ya sé que yace agua potable bajo sus capas de arena. Así lo cuentan los geólogos sobre el desierto del Sahara. Así me lo cuentas tú, que recuerdas haberlo leído en alguna parte. Un lago potable y restos de colonizaciones antiguas. "El desierto tiene una humedad que es preciso encontrar nuevamente", me dices. Y yo, yo siento esa humedad. Me convierto en zahorí al seguir tus pasos. Pero, me hubiera gustado, además de esa varilla que sabe escuchar el agua, llevar conmigo un detector de metales cual quien busca en una playa cualquiera encontrar baratijas o monedas perdidas. Qué ruin deseo el mío, cambiar el viaje por el turisteo. Qué poca justicia te hago. Ni que no llevara la mochila llena de las perlas que me has regalado. Pero, yo... yo solo necesitaba, ya no una llegada triunfal pero sí una línea de meta. Como la que me otorgaste en La manzana en la oscuridad, novela que toca algún tema en común con esta. Supongo que siempre escribes el mismo libro, Clarice. Supongo que, en definitiva, todos los escritores escriben siempre el mismo libro, así como todos los lectores leemos siempre el mismo libro también. Y tu libro es el libro de la vida. O el libro de la vida no vivida. Incluso el libro de la negación de la vida. Porque afirmar la vida, "en el plano humano, sería la destrucción: vivir la vida en vez de vivir la propia vida está prohibido. Es pecado entrar en la materia divina. Y ese pecado tiene un castigo irremediable: la persona que se atreve a entrar en este secreto, al perder su vida individual, desorganiza el mundo humano". Así, pues, "yo había humanizado demasiado la vida", y es por eso por lo que necesitaba un tan solo vago desarrollo en la trama y cierta conclusión. Asideros. La sensación de haber salido de donde se ha entrado. Porque yo "no sé entregarme a la desorientación". Pensaba que sí pero no. O tal vez sí, dado que "toda comprehensión intensa es finalmente la revelación de una profunda incomprehensión. Todo momento de hallar es un perderse a uno mismo".
"Eras la persona más antigua que jamás conocí. Eras la monotonía de mi amor eterno, y no lo sabía. Sentía por ti el tedio que siento en los días festivos".
Eres, Clarice, la persona más antigua que conozco porque tu sabiduría te precede y es anterior a ti. Eres la monotonía del amor eterno porque lo que es eterno no varía. Eres tedio. Porque tedio es la monotonía, tedio es la eternidad. Vivir de verdad es vivir solo el presente y quien vive solo el presente mata el futuro y mata toda esperanza. Pero no estamos preparados para vivir sin esperanza.
"Era como si me organizase en función de tener dolor de estómago, porque, si no lo tuviese más, también perdería la maravillosa esperanza de librarme un día del dolor de estómago: mi vida antigua me era necesaria porque era precisamente su mal lo que me hacía gozar de la imaginación de una esperanza que, sin esa vida que yo llevaba, no conocería".
"Eras la persona más antigua que jamás conocí. Eras la monotonía de mi amor eterno, y no lo sabía. Sentía por ti el tedio que siento en los días festivos". Uso tus propias palabras para hablarte, Clarice, porque yo no sé crear, yo no sé narrarte. Y no temo, al apropiarme de ti de tan impúdica manera, "que no comprendas, sino que yo me comprenda mal". Uso, pues, las mismas palabras, la misma invención, la misma creación a las que tú recurres para dirigirte a un alguien cuya mano necesitas. Te leo y pienso (oh, ilusa de mí) que es a mí a quien te diriges, que es de mí de quien requieres esa mano que constantemente solicitas y constantemente sueltas. Pero no es mi mano la que necesitas, sino la de un antiguo amor que recién descubres amor verdadero. Un amor monótono, un amor tedioso porque "el amor ya está, está siempre. Falta solo el golpe de gracia. Que se llama pasión". ¿Es esa pasión, ese aliño del amor inherente, la pasión de tu G. H., Clarice? ¿O la pasión tiene algo que ver con Dios? Porque nombras a Dios, con el progreso de tus páginas y, en cada mención, no tengo muy claro si eres tú la que me suelta de la mano o si me suelto yo.
¿Recuerdas, Clarice, quién nos presentó? Fue Nádia Batella Gotlib. Y es que yo no hubiera podido llegar a ti sin intermediarios. Me hubiera tragado la arena del desierto y atragantado. Así, con Batella Gotlib, que no me soltó la mano, me fue más fácil esa primera vez ponerte negro sobre blanco. ¿Sabes, Clarice, cuáles fueron, en aquel entonces, las primeras palabras tuyas de las que me apropié? Estas son: "Elegir la propia máscara es el primer gesto voluntario humano. Y es solitario".
Solitarias son las dos iniciales que identifican la maleta de la mujer de la que nos hablas en esta novela. G. H. es la máscara de esa mujer. G. H. para mí eres tú, Clarice. Porque solo tú y G. H. tenéis el valor de desprenderos de la máscara y recorrer el camino inverso a la humanización.
Tú te casaste. Tú tuviste hijos. No como G. H. Pero bien podrías haber vivido en Río de Janeiro en un edificio similar al que ella ocupa, aunque también viviste en más sitios. Tú escribías y ella esculpía, y desde la altura de su piso, ella observa un imperio a sus pies. Una civilización. La vida humanizada.
Te estoy contando, Clarice. Y estoy contando a G. H. Y cuento entera esta novela, la destripo como tú has destripado a tu cucaracha. Y, aun usando tus palabras, João Guimarães Rosa, no soy capaz de abarcarte ni a ti ni a G. H. ni a esta novela. Y es que a ti no hay que contarte, Clarice. A ti hay que leerte. Leerte, como dijo para la vida.
A la mujer que tú nos cuentas la representan esas iniciales en su maleta como su piso es un plagio de lo que la vida ha de ser, porque La imagen que G. H. tiene de sí misma es la misma que los demás tienen de ella. "plagiar una vida probablemente me daba seguridad precisamente porque esa vida no era mía: no era una responsabilidad para mí". Nunca se ha visto verdaderamente. Tal vez solo se haya atisbado alguna vez centrándose en su mirada en alguna fotografía. "¿Es la fotografía el retrato de un hueco, de una ausencia, de una falta?" "Todos los retratos de personas son un retrato de Mona Lisa". Somos conatos de sonrisa que esconden un misterio. G. H. también lo es. Pero esto está a punto de cambiar. Pronto G. H. se encontrará pensando que "por vez primera estaba siendo la desconocida que yo era".
Por primera vez me he dado cuenta de que haces lo mismo conmigo que hace Julio Cortázar, Clarice. No sé cómo no me he dado cuenta antes. Ambos abrís puertas para mí. Me asomáis al otro mundo, a la otra realidad. Tambaleáis mi equilibrio entre la percepción de la realidad y la realidad en tan solo un instante con tan solo un chasquido de dedos. Traéis el allá al acá, vosotros, viajeros milenarios y ancestrales entre mundos. Solo que Cortázar me agarra y no me suelta. Aunque a veces me confunda o me extrañe, no deja de sostener mi mano. Su vara de zahorí me ofrece agua y joyas valiosas, y, además, me guía hasta la salida para que no me quede perdida.
Dos son las puertas que abre tu G. H., Clarice. Primero abre la puerta de la habitación donde dormía la mujer de servicio que recién se ha despedido. G. H. se disponía a limpiar y se encuentra una habitación impoluta. Una sensación extraña la invade ante esa visión. Se siente expulsada de su casa estando en una estancia de su propia casa. Por primera vez se ve a través de los ojos de la mujer que se encargaba de las tareas domésticas de su hogar. Por primera vez se ve a través de los ojos de alguien ajeno a su entorno, de alguien que no es como ella, y, ante esa visión, se tambalea. Luego abre la segunda puerta y el tambaleo se convierte en quiebro y temblor.
La segunda puerta que abre G. H. es la del armario de esa habitación. En ese armario se encuentra con una cucaracha. "Una cucaracha tan vieja que era inmemorial. Lo que siempre me había repugnado de las cucarachas es que eran obsoletas y, sin embargo, actuales. [...] Hace trescientos cincuenta millones de años que se reproducían sin transformarse. Cuando el mundo estaba casi desnudo, ellas ya lo cubrían pausadas".
G. H. siente un miedo y una repulsión innatos hacia las cucarachas, cuando, en realidad, nunca se había encontrado con una hasta ese momento. Es, si se piensa bien, algo irracional, pues no hay experiencia previa que explique ese rechazo y ese estado de alerta. Es algo carente de sentido, pero, si también nos paramos a pensar sobre esto, "todo momento de "falta de sentido" es exactamente la aterradora certidumbre de que allí hay un sentido".
"Pero el asco me es necesario, como la polución de las aguas es necesaria para la procreación de lo que habita en ellas. El asco me guía y me fecunda. A través del asco, veo una noche en Galilea. La noche en Galilea es como si en la oscuridad caminase la extensión del desierto. La cucaracha es una extensión oscura que camina".
Ah, Clarice, qué lista eres. No podrías haber hecho mejor elección que una cucaracha. No sé si ha sido tu tú consciente o tu, más probablemente, tú ancestral. Pero comprendo perfectamente por qué has elegido la cucaracha. La cucaracha y su caparazón que es su máscara. La cucaracha que si habitara en el mar no nos produciría repulsión sino que sería a nuestro entendimiento un delicioso crustáceo. La cucaracha atemporal. Eternamente presente. Pura monotonía. Absoluto tedio.
Y esta es tu novela, Clarice: una mujer viendo una cucaracha; una mujer viéndose a sí misma. Una mujer que ve. Por primera vez. Porque "era como una persona que, habiendo nacido ciega y no teniendo a nadie a su lado que viese, no pudiese siquiera formular una pregunta acerca de la visión: no sabría que existía la visión. Pero, como en realidad la visión existía, aun cuando esa persona no lo supiese por sí misma y no hubiese escuchado hablar de ello, estaría tensa, inquieta, atenta, sin saber preguntar sobre algo que no sabía que existía; sentiría la carencia de lo que debería ser suyo". Una mujer que se despoja del caparazón, que relega su humanidad adquirida para regresar al origen, a una especie de estado salvaje. Mujer-cucaracha criatura inmunda. Los seres in-mundos son los únicos capaces de estar en el mundo. Me refiero en el mundo de verdad, no en el que nosotros nos hemos creado.
"Aprendía que el animal inmundo de la Biblia está prohibido porque lo inmundo es el origen, ya que hay cosas creadas que nunca han cambiado y se han conservado iguales que cuando fueron creadas, y solamente ellas han seguido siendo la raíz, lo esencial. Y porque son la raíz y no se podían comer, el fruto del bien y del mal, comer la materia viva me expulsaría de un paraíso, y me llevaría para siempre a caminar por el desierto con un cayado. Muchos fueron los que marcharon por el desierto con un cayado".
Paralizada en el desierto de esa habitación y mirando el armario marcha G. H. apoyada en el cayado que es la cucaracha. Yo marcho apoyada en el cayado que eres tú para mí, Clarice. Pareciera que, tanto en el mundo de verdad como en ese otro baile de máscaras, necesitáramos siempre un tercer punto de apoyo adicional a nuestros dos pies. Solo que, en el primer caso, ese punto de apoyo nos sirve para ponernos a andar, y, en el segundo, para estancarnos.
"He perdido algo que era esencial para mí, y que ya no lo es. No me es necesario, como si hubiese perdido una tercera pierna que hasta entonces me impedía caminar, pero que hacía de mí un trípode estable. He perdido esa tercera pierna. Y he vuelto a ser una persona que nunca fui. He vuelto a tener lo que nunca tuve: solo dos piernas. Sé que únicamente con dos piernas es como puedo caminar. Pero la ausencia inútil de la tercera me hace falta y me asusta; era ella la que hacía de mí algo hallable por mí misma, y sin necesitar siquiera inquietarme por ello".
"La idea que me hacía de la persona procedía de mi tercera pierna, de la que me sujetaba al suelo. Pero ¿y ahora? ¿Seré más libre?"
"¿Fue entonces en la edad adulta cuando tuve miedo y creé la tercera pierna? Mas como adulto, ¿tendré el valor infantil de perderme? Perderse significa ir hallando y no saber qué hacer con lo que se va descubriendo. Con las dos piernas que andan, pero sin la tercera que asegura. Y quiero estar cautiva. No sé qué hacer con la aterradora libertad que puede destruirme. Pero, cuando estaba presa, ¿estaba contenta? ¿O había, y había, algo falso e inquieto en mi feliz rutina de prisionera? O había, y había, algo palpitante, a lo que estaba tan habituada que pensaba que latir era ser una persona".
Clarice, no he sido justa contigo, pues no es del todo cierto lo que te he dicho de que no me habías hablado. Sí que te dirigiste a mí en cierto momento. Tus primeras palabras, antes de buscar la mano del amado, antes de presentarme a G. H., fueron para mí. Fueron Y palabras de bienvenida, de invitación y de advertencia. No las olvido. Como tampoco he de "olvidar [...] estar preparada para equivocarme. No olvidar que el error muchas veces se había convertido en mi camino. Siempre que no resultaba cierto lo que pensaba o sentía, entonces se producía una brecha y, si antes hubiese tenido valor, ya habría entrado por ella. Mas siempre sentí miedo del delirio y del error. Mi error, no obstante, debía de ser el camino de una verdad: pues únicamente cuando me equivoco salgo de lo que conozco y entiendo. Si la "verdad" fuese aquello que puedo entender, terminaría siendo tan solo una verdad pequeña, de mi tamaño". la verdad que me ofreces es grande, Clarice. Por eso no alcanzo a abarcarla
"Este libro es como cualquier libro". Así es como comienzas a dirigirte a mí. "Pero me sentiría contenta", continúas diciéndome, "si lo leyesen únicamente personas de alma ya formada. Aquellas que saben que el acercamiento, a lo que quiera que sea, se hace de modo gradual y penoso, atravesando incluso lo contrario de aquello a lo que uno se aproxima. Aquellas personas que, solo ellas, entenderán muy lentamente que este libro nada quita a nadie. A mí, por ejemplo, el personaje de G. H. me fue dando poco a poco una alegría difícil; mas alegría, al fin".
A mí, Clarice, por muy dificultosa que me hagas la aproximación, me das siempre la alegría de la revelación. Del negativo que se vuelve luz. Eres para mí ese tedio de los días festivos. Porque leerte es motivo de fiesta. Y porque mi alma en formación, que no formada, te sigue leyendo para la vida.
Traductor: Alberto Villalba Rodríguez
Año de publicación (5ª edición): 2020
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