Gracias al precario equilibrio emocional del que una hace gala a medida que torna en ballena ponedora, he adquirido una nueva pasión a la que me estoy entregando con desenfreno y alevosía.
Todo empezó este verano, de vacaciones en tierra patria, cuando descubrí el ejemplar de la abuela tigre, mucho más ducha en casi todas las lides que servidora. Me conquistó su aspereza infatigable y la tersura de sus lomos turgentes. Era tenerlo entre mis manos temblorosas y sentir un escalofrío recorriéndome mi maltrecha espina dorsal de embarazada a término. Sentía como ese artilugio divino me tornaba en una diosa grácil y todopoderosa. La diosa del estropajo.
Ustedes pensarán que esto no es más que una burda artimaña para arrancarles una sonrisa traicionera. Se equivocan. Pocas cosas hay ahora mismo en la vida que me produzcan más placer que empuñar un estropajo como Dios manda. Porque miren ustedes, estropajos los hay de muchos tipos, configuraciones y usos, pero buenos, lo que se dice buenos, los justitos. Me sobran dedos de una mano.
A esto súmenle que desde que ejerzo el dominio sobre mis propios estropajos tengo la incongruente costumbre de torturarme a mí misma utilizándolos mucho más allá de su vida útil. Por alguna tara que arrastro desde mi nacimiento incierto tiendo a valorar estos instrumentos como si de inversiones a largo plazo se tratara. En más de una ocasión, maravillada ante el lustro de los de alguna amiga, he preguntado cautelosa la periodicidad con la que despachan uno viejo para suplantarlo por uno nuevo.
La mayoría me mira atónita y desconcertada pues quizá nunca se hayan planteado este dilema vital que a mí me inquieta desde hace años. En un desesperado intento por alargar el placer veraniego de fregar con ese estropajo divino me he propuesto cambiar los artículos de fregoteo con más diligencia para disfrutar más a menudo de sus superficies sin magullar. A punto he estado de hacerme un Excel. Y digo a punto porque me ha bastado con un par de anotaciones y alarmas en el móvil para registrar lo días en los que estreno y los días en los que hago cambio.
Tras una labor de consenso que ni una cumbre de paz, había llegado a la conclusión de que dos semanas era un intervalo razonable para disfrutar de la lozanía de la zona que rasca sin pecar tampoco de frívola cambia estropajos a la primera de cambio. Así pues, el viernes, cumpliendo las dos semanas exactas, se efectuó el solemne relevo.
Cuál no sería mi desasosiego cuando al día siguiente, tras una paella multitudinaria, mi adorado estropajo nuevo lucía pocho cual higo fuera de temporada. Entiendo yo que cualquier persona con menos trastornos que los míos lo cambiaría sin pestañear siquiera. Por desgracia, una no es una cualquiera sino un ejemplar muy peligroso de lo que llamamos humanidad, y aquí me hallo desconsolada friega que te friega con mi estropajo chungo maldiciendo el día en que no me compré dos docenas de aquellos estropajos de última generación en el súper de la playa.
Ayer, al pasar por el pasillo de los artículos de limpieza del supermercado me puse hasta nerviosa. En un ataque de compulsión llené el carrito de estropajos de todo tipo y condición. Luego los devolví religiosamente a su sitio, uno a uno, no sin empollarme las características y texturas de cada uno. Al final dejé uno apalabrado para dentro de dos semanas. De marca. No vamos a escatimar en placeres terrenales.
Para su información, a mí los estropajos me gustan como los hombres: grandes, con su cara áspera y su trastienda tierna pero con cuerpo.
Pero todo esto no es más que una excusa, la forma más maruja de distraerme de mis verdaderas obligaciones: entregarme al síndrome del nido para acoger a La Quinta. En lugar de montar cunas, friego. Lejos de sacar la ropa de primera puesta, friego. No compro pañales, ni toallitas, ni ungüentos para el culete. Pero friego. A lágrima viva con mi estropajo venido a menos.
Friego para olvidar que tengo miedo. De ese que le entra al jugador cuando ha tenido demasiadas buenas manos.