Revista Opinión
Hasta ahora, la conflictividad del derecho de reunión en España ha sido escasa. Exceptuando las huelgas generales o las huelgas de algunos colectivos profesionales que suponían limitar derechos esenciales de los ciudadanos, cualquier colectivo ha podido ejercer sin mayores problemas sus derechos constitucionales, salvo que los manifestantes presentaran conductas violentas que supusieran algún peligro físico o material. Sin embargo, el Movimiento 15M ha puesto sobre la mesa de nuevo la interpretación de este derecho constitucional, generando un debate y no pocas distensiones entre la ciudadanía y el Estado. En Barcelona y Valencia han tenido lugar enfrentamientos violentos que han puesto en entredicho el uso coercitivo por parte de las fuerzas de seguridad sobre los manifestantes. Pero el debate no se reduce solo al abuso de poder policial; también afecta al mismo concepto de reunión o manifestación. El modelo ciudadano, pacífico y vindicativo, de acampada permanente ha reactivado la polémica acerca de si este tipo de concentraciones de ciudadanos es legal o debe ser disuelta por las autoridades. Antes de las elecciones municipales y autonómicas, ningún partido político se atrevió a cuestionar este derecho de reunión; las fuerzas políticas asintieron con mayor o menor empatía ante el aumento de ciudadanos en las plazas, reclamando reformas políticas. Pasado el fuego electoral, el discurso de algunos políticos, especialmente los conservadores del PP, se endureció, cargando sus reproches sobre la ineficacia del ejecutivo a la hora de despejar los campamentos, y sobre los manifestantes, estigmatizándolos como una sucursal ideológica de la izquierda o un reducto de ninis y jipis malhumorados, sin nada que hacer.En cualquier caso, tanto para la oposición como para el gobierno, lo que en un principio parecía una noble expresión de democracia, políticamente conducida, se está convirtiendo para los partidos políticos en una patata caliente que nadie quiere tirar al suelo, pero que están deseando lanzar lo más lejos posible. El Partido Popular nunca fue santo de devoción de esta iglesia ciudadana de acampados y ha intentado por todos los medios presentar ante la opinión pública al ejecutivo como el principal responsable de asegurar el orden público y proteger los derechos de los comerciantes afectados por las concentraciones. Si llueve, es culpa de Zapatero; si hace demasiado calor, lo es de Rubalcaba. En ningún momento ha mostrado ningún respeto por este movimiento popular, ni parece que en el futuro vaya a cambiar de actitud. Por otro lado, el gobierno se ha mostrado empático con el 15M, pero siempre de cara a la galería. Ha esperado, y lo sigue haciendo, hasta ver en qué acaba todo este fervor vindicativo, esta ensalada de demandas aún por reconducir y analizar. Quizá esperó, como otros tantos, que la fiesta democrática en las calles se disipara, o que las demandas de los indignados no le acaben explotando también de cara a las primarias. Unos y otros, progresistas y conservadores, parecen más inclinados a tomar este movimiento popular como peligro o argumento electoralistas. Pero aún no hay gestos serios y constructivos de escucha ante las demandas del 15M. Todos temen que poner sobre la mesa parlamentaria alguno de sus vindicaciones antes de las primarias pueda afectarles negativamente en las urnas. En el fondo, la vida política fluye ajena al reclamo popular más allá de las paredes del hemiciclo. ¿Quién teme a Virginia Woolf?Ramón Besonías Román