De la dificultad de conseguir la paz saben bien las grandes asambleas políticas del planeta, que, una y otra vez, anhelan conquistarla mediante equilibrios de fuerzas materiales y tratados ajenos a la intimidad del hombre. Pero quienes somos herederos del último legado de Cristo en este mundo (´la paz os dejo, mi paz os doy´) sabemos que solo su paz -la que es fruto de la unión con Él- puede ser garantía de paz universal. Solo la hondura de este vínculo capacita a cualquier ser humano para estar en paz con Dios, consigo mismo y con sus semejantes, por lo que no cabe confundirla con otras actitudes.
De desentrañar la limitación de otras propuestas diferentes se ocupa santa Teresa de Jesús en Meditaciones de los Cantares. Como señala el profesor Secundino Castro¹, la monja castellana recorre en este escrito la serie de sensaciones de conciencia que, ofrecidas "al alma [por] el mundo, la carne y el demonio", producen en muchos algo que ellos consideran paz y que, según los casos, no se trata sino de una paz menguada o no auténtica.
Es falsa la paz del que vive tranquilo en el pecado, que genera la enemistad con Dios. "Esta paz... es señal que el demonio y él están amigos: mientras viven, no les quiere dar guerra, porque según son malos, por huir de ella y no por amor de Dios, se tornarían algo a Él".
Es peligrosa también la paz de la religiosa que no cumple en todo sus compromisos, o la de aquella persona que se siente tranquila pero, quizá por falta de delicadeza de conciencia, no percibe que no está viviendo las exigencias del amor. "[De ello] se puede el demonio alegrar, y poco a poco ir haciendo insensible al alma de estas cosillas... Por eso [...] guerra ha de haber en esta vida, porque con tantos enemigos no es posible dejarnos estar mano sobre mano, sino que siempre ha de haber cuidado y traerle de cómo andamos en lo interior y exterior".
Igualmente, hay que tener en cuenta una serie de circunstancias que, si bien consideradas en sí mismas, no aparecen como pecado, pueden denotar un apego profundo a las realidades de este mundo. Es lo que sucede con la paz de aquellos ricos que se contentan con dar alguna limosna y gozan de sus riquezas y "no miran que aquellos bienes no son suyos... y que han de dar estrecha cuenta del tiempo que lo tienen sobrado en el arca, suspendido y entretenido a los pobres".
Tampoco es lícito pacificarse por las honras y alabanzas mundanas, que, aunque sean verdaderas, pueden poner en peligro la humildad: "Acordaos de vuestros pecados, y puesto que en alguna cosa os digan verdad, advertid que no es vuestro y que estáis obligadas a servir más".
También puede engañar la tendencia al confort, hasta el punto de que resulta sospechoso quien permanece tranquilo llevando una vida cómoda: "No puedo acabar de entender cómo hay tanto sosiego y paz en las personas muy regaladas... [mientras] el cuerpo engorda y el alma enflaquece".
Del mismo modo, carecen de paz aquellas personas que no quieren ofender al Señor pero no se apartan de las ocasiones y se niegan a dejar los contentos de esta vida, "sino tenerla buena y concertada".
Asimismo, la búsqueda del prestigio personal imposibilita la paz, pues son muchas "las [cargas y obligaciones] que hay, si queremos contentar a los del mundo".
Por el contrario, un signo de verdadera paz es sentir dolor de cualquier falta que se cometa. Y el pecado, "aunque sea venial, ya se entiende os ha de llegar al alma". También la tiene quien anda con el miramiento de no faltar en nada al Señor: "¡Oh! que es un hacer la cama su Majestad de rosas y de flores para Sí en el alma a quien da este cuidado, y es imposible dejarse de venir a regalarla a ella, aunque tarde".
La negación de la propia voluntad es otro requisito para la consecución de la paz, por lo que hay que evitar que aparezca especialmente "en negocios graves de la honra del Señor". Ello lleva aparejada una confianza plena en Él, de tal suerte que "no hay que detenerse en nada, sino olvidaros de vos por contentar a este tan dulce Esposo".
En síntesis, se puede concluir que la esencialidad de la propuesta espiritual de la Santa de Ávila se encuentra en la paz del alma enamorada de Dios, que surge cuando, solo "puestos los ojos en su honra y gloria", teniéndolo "todo debajo de los pies y [estando] desasidos de las cosas que se acaban y asidos a las eternas", no se posee más deseo que unir la propia voluntad a la de Dios.
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¹Cf. pp. 38-39 de CASTRO SÁNCHEZ, Secundino, "Teresa, discípula y maestra de la Palabra", en CASAS HERNÁNDEZ, Mariano (Coordinador), Vítor Teresa. Teresa de Jesús, doctora honoris causa de la Universidad de Salamanca [Catálogo de exposición], Salamanca, Ediciones de la Diputación de Salamanca (serie Catálogos, nº 213), 2018, pp. 21-39.