la paz de los cementerios
La otra semana, Laura Posadas, una amiga de la casa, nos mandó un peculiar artículo del novelista Allan Gurganus publicado en el “New York Times”. Y no sólo eso, tuvo la deferencia de traducirlo al castellano. Nos pareció que los amigos de Libreta Chatarra merecían compartir este artículo, cosa que hacemos en este post.
El novelista necesita tanto de un diccionario como de un cementerio. Las tumbas ofrecen más que un eventual estante de descanso en donde permanecer. Abordados con el espíritu alegre del juego mortal, proveen viñetas históricas, santuarios de aves, excelentes nombres ficticios, y la fuente sin fin de dulce calma.
Mi habitación de infancia daba al Cementerio de Pinevew, Rocky Mount, N.C. Lo consideraba como mi propio patio verde –con bastantes rocas blancas. Las magnolias ofrecían sombra. Los mausoleos de las tías nos custodiaban. Aquí los matones dejaban solos a los niños pequeños. Aquí los adultos escenificaban búsquedas de huevos de Pascua, metiendo nuestros pasteles dulces entre tumbas calcificadas. Para los niños, esto derretía el sentido de los límites entre la salada muerte y el codiciado alto nivel de azúcar de la vida. ¿Nuestro temprano amor por los cementerios hará mucho más amistoso nuestro inevitable regreso allí?
En Pineview inhalé mi primer cigarrillo a los 8 años (mi Kent parecía mucho más sofisticado que el roto Camel de un amigo). A los 10 años, besé con el alma a la primera chica dispuesta.
Cuando, al atardecer, los faros de un auto de la policía nos encontraron, nos arrodillamos frente a cualquier tumba arenosa. Cabeza gacha, manos juntas, labios todavía húmedos de besos experimentales, nos encorvamos en oración fingida. La luz se desvió, respetuosa, hacia otro lado.
Simplemente, el amor a los cementerios no garantiza que un joven se transforme en un novelista de éxito. Pero diariamente las tumbas, como cápsulas de aceite de pescado, fortalecen la memoria. Las fechas de nacimiento y muerte de las tumbas te permiten reproducir la Historia , como algunos juegos de mesa, dejando a las piezas dispuestas como desees, recombinando las abundantes parcelas.
Una vez, a los 16 años, llegue a casa 10 minutos después de mi “toque de queda” a las 11 p.m.; un furioso padre Republicano me había dejado afuera. ¿Dónde dormir? Acompañado por una luna llena plena me encaminé hacia un mausoleo en Pineview que había sido forzado y dejado abierto años antes. Entré y, después de limpiar hojas secas, después de poner desordenadamente mi campera como almohada, dormí bastante sonoramente arriba de la losa de una señora. Compañeros de litera. A la mañana siguiente la podadora del jardinero me despertó. Ver a un joven con ropas de fiesta desordenadas emerger bostezando de su cripta podría haber quitado un año de vida a este buen jardinero.
Eventualmente mis abuelos, luego mi padre, y finalmente incluso mama encontrarían descanso por ahí cerca. Están todos hombro con hombro en mosaico –como posando para un retrato satelital definitivo. Han guardado una ranura de repuesto para mí, si fuera necesaria, cuando sea necesaria.
Si comenzaste la vida sintiéndote protegido por los señores de las tumbas, si sentiste cómo innumerables monumentos de mármol pueden enfriar el ambiente de 8 a 10 grados, puede que te encuentres a ti mismo visitando algún día un encuentro de ídolos caídos arrojados lejos. Mi lista de tales peregrinaciones incluye a: Keats, Evita Peron, Yeats, Sergei Diaghilev, Shakespeare, más Oscar Wilde y Colette y Proust y Jim Morrison, los cuatro tomando unas duramente ganadas siestas obscenas a tiro de piedra unos de otros en Père Lachaise en Paris.
Crecí a una hombría saludable, y de allí hacia algo que parece la mediana edad o peor. He madurado en un escritor obsesionado con cuánto de nuestro pasado arrastramos cada uno, con cuan poco de nuestra vida es nunca enterrada. Cuando llegó el momento de comprar mi propia casa en otro pueblo de North Carolina, el agente inmobiliario describió una situación con buenas y malas noticias. “¿Buenas? La casa tiene una construcción artística y artesanía con arcos moriscos que soportan su porche en L gigante sobre un acre y medio en el distrito histórico del pueblo. ¿Malas? La cosa tiene un hecho en contra, bueno, un cementerio. Lleno de gente muerta.”
“¿De qué edad son las tumbas? ¿Tiene algunos árboles de sombra?”
“Bueno, señor, creo que las fechas lo llevarían de vuelta a alrededor de 1757. Y si, una magnolia gigantesca. ¿Por qué?”
“¡Lo compraré, hombre!”
Escribo ahora en un gran escritorio mirando las tumbas de niños, héroes, predicadores y pícaros y varios predicadores-pícaros. Pacíficos vecinos, no hay ruido de construcción, no se requieren regalos de cortesía para Navidad. La luz del crepúsculo encuentra cruces de piedra, pedestales de granito, rosas marchitas talladas para lucir así, y entonces el vapor de mi taza de café. Uno de los firmantes de la Declaración está allí plantado cerca de otro caballero que compitió para la vicepresidencia en el boleto de los Whig y perdió. Cerca de allí, se encuentran varios Strayhorns blancos. Ellos fueron los dueños de los Strayhorns negros que dieron a luz un genio musical llamado Billy. Escribió, “Take the A Train” y “Lush Life” y fue el escritor socio de Duke Ellington y su posible amante.
Este cementerio amurallado fue bendecido con una solitaria Magnolia grandiflora de 300 años. Sus raíces parecían hormigón fundido viviente que fluye entre bloques de mármol blanco sal. Sus ramas, como las de algunas higueras tropicales, hacía tiempo que necesitaban ser apuntaladas. Este dosel siempre verde filtraba el rigor del mediodía, capturaba la nieve de los primeros fríos. Pero 10 años atrás, un huracán volteó una rama de raíces poco profundas contra la torre de la iglesia. Durante la noche, la predicadora decidió: la vieja magnolia del cementerio se había convertido en una amenaza.
Sentado en este mismo escritorio exactamente a las 7 a .m. escuché 11 motosierras cobrar vida. Once motosierras son un montón de motosierras. La pastora, haciendo esto tan temprano, debió haber esperado evitar la detección, y la histeria del vecindario. ¡No la mía! Corrí a su oficina. “¿Puedo ayudarlo?” Mi explicación sobre su crimen impío no le gustó. Entonces corrí a casa y, en minutos, desperté al alcalde. Rastreé en el estado de North Carolina el primer experto del mundo en magnolias. Por teléfono le describí la destrucción Presbiteriana que estaba siendo llevada a cabo miembro por miembro. Le dije que el tronco anciano del espécimen era bifurcado. “¿Han cortado las dos ramas?” preguntó.
“Sólo la izquierda.”
“Entonces está muerta.”
¿Me considerarían un tonto si les dijera cómo lloré el día después de ver asesinar una entidad viviente de 300 años por 11 motosierras? Es verdad que el dogma central de la Cristiandad es el necesario perdón.
Todavía camino mi cementerio desnudo. Aquí intuyo historias sugeridas por vidas cortas, nombres gravados y la verdadera calidad de sus mármoles tallados. Ciertas piedras parecen líquenes, gandules otras. ¿Por qué?
Me siento especialmente susceptible a la tumba de un marinero ahogado mientras comerciaba con China. Me duelen la mayoría de las novias niñas muertas al dar a luz. Un epitafio dice: “Madre – Hizo todo lo que pudo.” Para mis libros, he plagiado algunos nombres, como uno de una señora del siglo XIX: “Unison”. Mi ficción juega un contrapunto armónico en el teclado de marfil de este cementerio. Cada nombre es un enigma que sigo luchando por resolver en un acorde diatónico.
Una tarde de verano, elegí la tumba de un joven hombre de mar y, sentado allí, la desmalecé a mano, ribeteé su larga hierba. Esa misma noche, una romántica figura local, tocando mi puerta de vidrio, me invitó a pasear descalzo e, impulsiva, me empujó dentro del cementerio a oscuras del lado. Llevado por un sendero profundo, me recosté sobre una parcela de hierba húmeda. Sin ella saberlo, yo había sido llevado precisamente a la tumba que tontamente había ribeteado esa misma tarde.
Los cementerios, siendo mortales, requieren también que se los defienda. Unos pocos años atrás, cuando estaba sentado es este lugar mirando sus tumbas, noté un flamante furgón Volvo bordeando el magnífico muro tallado a mano del cementerio. Cargaba a un caballero apuesto con ropa de golf. Tal vez de 55 años, olía a jubilación anticipada. Lo acompañaba un terrier blanco que se dedicó a explorar, esperanzado con pequeñas ardillas. Supuse que el tipo había venido a hacer calcos de lápidas de posibles antepasados. Había estacionado ilegalmente y todo parecía bien hasta que abrió la puerta trasera del furgón. Mientras observaba, él dio un paseo a lo largo de la pared cubierta de musgo, con su animado perro juguetón pisándole los talones. El cliente eligió de entre las piedras más finas que descansan justo encima de nuestro muro. Sin ninguna ceremonia, sin una mirada de reojo culpable, simplemente empezó a cargar losas antiguas en su propio auto nuevo. Yo tenía una visión clara de su número de licencia y la escribí en mi computadora antes de salir afuera.
“Lindo día,” dije. Asintió pero estaba demasiado ocupado para hablar del tiempo con un alma local. Entonces hice la primera pregunta que hacen los propietarios gentiles a los vándalos invasores, “¿Puedo ayudarlo?”
Su auto cargaba ya seis pizarras tan pesadas que el chasis de su Volvo había descendido casi un pie completo. “Un nuevo patio”, explicó. “Estas tienen por lejos una mejor calidad que cualquiera que puedas encontrar en Home Depot.” En verdad dijo eso. Oh, América. ¿A dónde has llegado? ¿Cuánto de lo que es sagrado lo buscas en liquidación?
“¿Busca calidad?” puntualicé. “¿Estas lindas piedras blancas con los escritos tallados en relieve? Algunas de esas tienen seis pulgadas de espesor. Y esos malos muchachos han estado aquí desde 1757. ¿Sabe por qué? Porque nadie como usted ha venido nunca y se los ha llevado. Mire, yo vivo justo aquí. Lo ví haciendo esto. Su número de licencia está ya en línea. A menos que usted ponga cada lápida exactamente donde la encontró de nuevo, estará leyendo sobre usted mismo mañana en la primera página del periódico de Raleigh.”
Él me miró de la cabeza a los pies todo escaldado y tan lleno de aversión que me impulsó a una última gran explosión de indignación ciudadana. Estaba ya volviendo a casa cuando, mirando hacia atrás, agregué, “¡Su madre debe estar avergonzada de usted! ¡Profanando tumbas coloniales!”
Vi que finalmente lo había asustado. Ahora me consideraba el psicópata que él era. Yo había adivinado –basado en su clase y edad– que su madre podría haber sido una Hija de la Revolución Americana, recientemente debajo de la tierra. Me aseguré de que su reconstrucción de ninguna manera debilitara nuestro muro. No lo hemos visto a él ni a su encantador perro desde entonces.
Seguro que cuido a mis tumbas, ¿ve? Y –demasiado pronto– ellas me devolverán el favor.
ALLAN GURGANUS
Traducción de LAURA POSADAS
“El hombre que amaba a los cementerios”
(new york times, 30.10.13)
(¡Gracias Laura!)