Editorial Demipage.
398 páginas. 1ª edición de 2015.
Estuve hablando con Juan Gracia Armendáriz (Pamplona, 1965)
en la presentación de Los Últimos de Juan Carlos Márquez, que tuvo lugar en la librería Tipos Infames en octubre de 2014.
Hablamos de ciencia ficción, principalmente de Philip k. Dick y de Stanisław
Lem (de aquel día aún tengo pendiente leer Las aventuras del piloto Pirx).
Fue una conversación agradable con alguien que me fue presentado como Juan y
que hasta el día siguiente (gracias a Facebook) no identifiqué con el Juan
Gracia que había escrito libros como Diario del hombre pálido y Piel
roja, de los que yo había leído entusiastas reseñas en los suplementos
culturales.
Hace unas semanas me contactó el
escritor Pablo Gonz para invitarme a
participar junto a él y Juan Gracia
en un coloquio, que tuvo lugar el viernes 15 de mayo en la librería Cervantes y compañía. El día antes, el
jueves, fue la presentación de La pecera de Juan Gracia en la librería Rafael Alberti, a cargo del
escritor Juan Bonilla.
El protagonista de La pecera es Miguel Quer, profesor
universitario de literatura en su cuarentena; un hombre alto, con aspecto
inglés (nacionalidad de su madre). Miguel ha perdido la pasión por la enseñanza
o la literatura y se ha adentrado en una autodestructiva espiral alcohólica. La pecera es la historia de una
adicción.
La primera frase del libro es:
“Soy malo y sentimental”. De ella habló Juan Gracia en la presentación, de este
modo se describía a sí mismo uno de los hermanos Karamazov en la novela de Fiódor Dostoyevski. Y es posible que
este comentario se halle alguna de las claves de la novela, porque un aire de
excesos del espíritu, muy propio de la literatura rusa, recorre las páginas de
esta historia.
Miguel Quer conoce en una cena -a
la que le invita su amigo Pedro- a la atractiva Ana Ferrer, una exitosa
arquitecta. Ana comenzó a beber como una forma de huir de los abusos a los que
fue sometida por Santiago, su exmarido. Miguel y Ana deciden alquilar un chalet
en una urbanización de un pueblo de la sierra madrileña. Las borracheras de la
pareja pronto traerán consigo problemas de convivencia. El distanciamiento se
hará más profundo a partir del momento en el que Ana toma la decisión de dejar
de beber y trate de conseguir que Miguel haga lo mismo.
Miguel ha sido invitado por el
decano de la facultad en la que trabaja a tomarse una baja médica por
depresión, después de recibir las quejas del alumnado. Todo el tiempo libre del
mundo no parece ser la mejor terapia curativa para Miguel.
Comentó Juan Gracia en la
presentación del libro que había acudido a asociaciones de alcohólicos anónimos
para documentarse y poder crear el personaje de Miguel Quer. Juan Bonilla
apuntó que le había llamado la atención que muchos de los grandes borrachos de
la literatura eran seductores (se citó por ejemplo al cónsul de Bajo
el volcán de Malcolm Lowry) y que Juan Gracia no
había intentando hacer de Miguel Quer un seductor. Es cierto que en muchos
casos Miguel se comporta de un modo ciertamente desagradable, brutal,
reprobable, pero no tengo del todo claro que no acabe siendo un seductor. Al
fin y al cabo él es el narrador de esta historia escrita con un lenguaje muy bello,
una prosa que rezuma un gran hacer literario. Miguel se deja arrastrar por sus
delirios alcohólicos, que le hacen imaginar las vidas de las personas con las
que se encuentra (normalmente dibuja para ellos destinos turbios, depravados),
y aunque de forma abierta desprecia la literatura, con la que se gana la vida,
su flujo de conciencia está plagado de referencias literarias.
En más de una ocasión, Miguel
habla con desprecio de la literatura, por ejemplo, en la página 174: “La
literatura no ofrece respuestas. Los escritores formulan preguntas, indagan,
nada más. A veces, ni eso. La literatura es un brindis inútil.” Y desde un
punto de vista cínico aboga, ya en la madurez de su cuarentena, por el deseo de
haber sido un emprendedor, una persona capaz de haber generado grandes
cantidades de dinero. Sin embargo, su discurso está salpicado continuamente,
como decía, de referencias literarias. Por ejemplo, leemos en la página 100:
“Mis borracheras, tu cofradía de exalcohólicos, esos santos bebedores sin
leyenda.” O en la página 216: “Pienso en Rusia como en un gran lamento. Su voz
proyecta en mi imaginación los campos de mieses abonados por cadáveres
ilustres: Chéjov, el médico enfermizo; Isaak Bábel, ingenuo hasta la tortura y
la ejecución; Maiakovski, el fanfarrón convertido en payaso suicida; el gran
Gorki lameculos; Dostoievski, un pelma que arrastraba una culpabilidad de
ludópata; Tolstói, el terrateniente disfrazado de campesino, y del canto de
Vania surgen también las hermosas calaveras de las zarinas Romanov; el Gulag,
Putin, la mafia, bellezas desdeñosas de ojos rasgados y azules llegadas a Moscú
desde pueblos remotos de los Urales, y que ahora, bajo el maquillaje, ocultan
un rostro de campesina tras la barra de cualquier puticlub de carretera.”
La estructura de la novela está
cuidada: empezamos conociendo a Miguel en pleno delirio alcohólico, un delirio
que le lleva al enfrentamiento físico con otros hombres y a conducir de forma
temeraria. Una fase en la que su mente está desatada: imaginando las vidas de
cualquier que se encuentra, manteniendo conversaciones con el alcohol, al que
llama Johnny (un recurso éste, el de personificar al alcohol, que ya usó Jack London, uno de los más ilustres
escritores borrachos, en sus memorias tituladas John Barleycorn). Después
la narración retrocede hasta el momento en el que conoce a Ana, se alcanzará
desde aquí el momento temporal del inicio de la novela, y se avanzará hasta el
desenlace. Además, en algunos capítulos cortos se abandona la voz narrativa de
Miguel y toman la palabra otras voces que, más tarde, el lector entenderá como
las de los exalcohólicos de la reunión a la que Ana consigue arrastrar a
Miguel.
Miguel parece sentirse protegido
cuando está bajo los efectos del alcohol. “Respiro bajo la cota de malla del
alcohol.”, es la segunda frase del libro. Cuando le llegue a faltar el alcohol
se preguntará qué ha ocurrido con su cota de malla.
La pecera es un libro lírico y brutal. Pese a la belleza literaria
del discurso, el lector se verá superado en más de una ocasión por el cinismo y
la violencia que emana de su narrador. Las imágenes creadas en la novela son
poderosas, y el lector es arrastrado por sus páginas sin aliento, cautivado,
horrorizado también, con el deseo de saber qué va a ocurrir con Ana y con
Miguel, hasta dónde va a ser éste último capaz de llegar en su delirio
alcohólico. El final –del que no quiero adelantar nada-, que podía haber
llegado a ser uno de los escollos de esta narración de excesos y descensos al
abismo, me ha parecido muy bien resuelto.
Juan Gracia Armendáriz me ha
parecido tras leer La pecera un
narrador muy maduro, que ha conseguido crear un artefacto literario (capaz de
indagar en los rincones más oscuros del alma humana, como es el de la adicción
a una droga) poderoso, bello, brutal, lírico y muy bien armado.
No había leído hasta ahora ningún
libro de la editorial Demipage y el
estreno me ha parecido muy grato. Es una buena noticia comprobar que el talento
literario ya no reside exclusivamente en las editoriales en las que uno se
fijaba hace quince años y que el mercado (a pesar de su mengua) se abre a
propuestas cada vez más interesantes.