Habiéndole enviado yo mi pequeño trabajo que trata de la religión como una ilusión, respondiome que compartía sin reserva mi juicio sobre la religión, pero lamentaba que yo no hubiera concedido su justo valor a la fuente última de la religiosidad. Ésta residiría, según su criterio, en un sentimiento particular que jamás habría dejado de percibir, que muchas personas le habrían confirmado y cuya existencia podría suponer en millones de seres humanos; un sentimiento que le agradaría designar «sensación de eternidad»; un sentimiento como de algo sin límites ni barreras, en cierto modo «oceánico». Trataríase de una experiencia esencialmente subjetiva, no de un artículo del credo; tampoco implicaría seguridad alguna de inmortalidad personal; pero, no obstante, ésta sería la fuente de la energía religiosa, que, captada por las diversas iglesias y sistemas religiosos, es encauzada hacia determinados canales y, seguramente, también consumida en ellos. Sólo gracias a este sentimiento oceánico podría uno considerarse religioso, aunque se rechazara toda fe y toda ilusión. Esta declaración de un amigo que venero (...) me colocó en no pequeño aprieto, pues yo mismo no logro descubrir en mí este sentimiento «oceánico».Sigmund Freud, 1930El malestar en la cultura