En el primer año de vida, el bebé todavía no es capaz de distinguir con claridad entre él mismo y el resto del mundo.
Poco a poco, durante el segundo año, irá estableciendo esta diferenciación: en un primer estadio podrá reconocerse en el espejo o en una fotografía, explorará su propio cuerpo y lo distinguirá de los objetos externos, más adelante, el niño aprenderá a diferenciar a las personas, luego a reconocer su propio nombre, etc.
El nacimiento de la propia identidad
Durante el tercer año de vida esta conciencia de sí mismo se reafirmará e irá consolidándose de modo paulatino, lo que significa un paso más en su evolución como individuo.
La variedad y calidad de los estímulos que reciben los niños son,
junto con el entorno familiar en que viven, los principales forjadores de su personalidad.
El rey de la casa
Por otra parte, todo el conjunto de experiencias que ha vivido y sigue viviendo, junto con esa reafirmación de su propia identidad, fomentan un creciente egocentrismo. El niño ha crecido viendo satisfechas todas sus necesidades; sus padres han cuidado de él hasta en los más pequeños detalles y le han dado todo su amor y cariño. No es de extrañar pues, que se sienta el centro del universo. Además, su propia evolución intelectual, unida a hechos como pueden ser el nacimiento de un hermanito o la integración y convivencia con otros niños a su alrededor le hacen comprender que existen "otros", que también son cuidados y mimados como él mismo. Su reacción ante esta constatación suele ser negativa, alimentando así su egoísmo.
El sentido de la propiedad está muy arraigado en el niño. Sabe muy bien lo que es suyo, pero también quiere hacer suyo lo que poseen los demás. Por otra parte, aún no es capaz de lo que los adultos llamamos empatizar, es decir, ponerse en lugar de otro o sintonizar emocionalmente con otros puntos de vista o pensamientos que no son los suyos. A ello se debe que las rencillas con otros niños por un juguete suelan ser frecuentes.
También puede suceder lo mismo con sus propios padres: el niño no comprende el punto de vista de su madre, que, como es lógico, quiere conservar sus cosas de la casa en buen estado y por tanto no deja que el pequeño juegue con los adornos, quien, en consecuencia, puede tener una reacción de rabieta ante este hecho incomprensible para él.
Es normal que los padres se preocupen ante el creciente eogísmo de su hijo, pero no deben hacer de ello una obsesión ni pensar que éste es "malo" por naturaleza. Han de comprender que esta es una fase más en su desarrollo, que, por lo demás, con el tiempo irá desapareciendo. Ello no quiere decir que deban quedarse con los brazos cruzados, ni por supuesto fomentar esas actitudes egoístas.
Lo mejor es no mostrar reacciones extremas, es decir, ni la absoluta permisividad ni el castigo o la riña constante, la propia evolución psicológica del pequeño a través de sus experiencias con otros niños, unida a una buena dosis de paciencia, comprensión y educación con espíritu positivo por parte de los padres, harán que aquel se vaya dando cuenta de la importancia que tiene y de los beneficios que puede reportarle compartir juegos y objetos y pedirlos antes que tomarlos directamente. No es un proceso fácil ni rápido, sino que se produce de manera gradual, es una etapa más de la adaptación social del niño.
Fuente: Nacer y Crecer