A un convicto fugado de presidio lo acosa la justicia por caminos rurales de Francia. Por miseria infringe su juramento de no volver a robar y el arrepentimiento lo insta a preguntarse: '¿Quién soy yo?' En el ajetreo que nos zarandea, todos deberíamos interrogarnos igual que Jean Valjean.
Viajo en septiembre de 2019 a Wuhan, ciudad abrazada al caudaloso Yangtsé y aún desconocida para el epidemiólogo blanco. No es lo que yo temía, una Nápoles repleta de caos y chinos, sino una urbe espaciosa y limpia que lidera la industria de microprocesadores y fibra óptica. Desde su principal atracción, la Torre de la Garza Amarilla, mi guía circunstancial me enseña su concesionario de coches, ubicado en la parcela donde se moría de hambre su abuelo, campesino. Quizá sea propaganda obviar si el gato es blanco o negro, mientras cace ratones.
No veo wuhaneños tragando bichos vivos en mercados nauseabundos; me dan comida excelente, en variedad y cochura. Sale en mesas giratorias para ir picando; del artilugio denominado 'palillos' me dan 2 juegos, uno para picar del plato colectivo, otro para mi coleto. El agua la sirven caliente y la sopa no es primer plato, sino que se sorbe durante todo el almuerzo, por la cosa medicinal de hidratarse y eludir la diarrea. Los comensales son ceremoniosos, pero también veo grandes cochinadas: escupen huesecillos y se hurgan los piños con pasmosa naturalidad, así que deduzco que de niños no reciben suficientes collejas.
Vuelo a Qingdao, gran ciudad costera, y me intrigan sus barrios con arquitectura propia de Baviera. Resulta que fue plaza colonial alemana. Imparto una sesión clínica en un magnífico hospital universitario. El director me recibe con 14 apretones de manos, pero si la planta de hospitalización es lujo total, en el cuarto de baño se agolpan una señora de la limpieza con todos sus cachivaches, un cagadero rasante sin pestillo ni papel -lo juro- y una pileta con media pastilla de jabón Chimbo, en un hueco esquinero de 3 metros cuadrados. En legítima defensa, adopto el seco ademán de un sueco, no sea que el director insista en su pulsión chocamanuense.
En tren-bala de categoría royale me llevan a Jinan, ya casi en Corea. Una estatua de Mao preside el hospital y este resiste maoísta, o sea con desconchones y salas barullonas con 7 camas en ángulos inverosímiles. En cambio, mi hotel es de apabullante posmodernidad. Sin faltarle ningún detalle pijo, me causa el lance desagradable de levantarme a churrar de madrugada y extraviarme de vuelta a la cama, porque la habitación consta de 5 'ambientes' en absurda extensión.
Soy el que viaja. El que capta la noción de 'blanco' en la gélida quietud de Laponia, el que se patea Berlín hasta temer una fractura calcánea, el que distingue arganes y olivos, camino de Mogador. Soy el que apaga una jaqueca brutal hundiendo la cabeza en el oleaje nocturno de Mazatlán, el que pasa 12 días en China y afirma que el tertuliano-tipo posee menos criterio. Pues bien, me impiden viajar (por mi bien, dicen): sano, pero ignorante.
Calígula fustiga cruelmente a sus cortesanos y les premia con el desprecio, por achantarse y dejarle perpetrar sus tropelías dementes. El físico Heisenberg, responsable del programa nuclear nazi, se persona en la Copenhague ocupada para conversar con Bohr, su antiguo maestro. ¿Qué pretende, reverdecer su amistad o sonsacarle acerca de la bomba atómica que planean los aliados y él no sabe cómo? De Rafael Álvarez, 'el Brujo', aprendo el sentido de la hazaña de Prometeo y qué leches expresaban los griegos con la palabreja 'anagnórisis'. Soy teatro.
Mediado 2020 voy a Madrid para ver la adaptación de 'La fiesta del chivo', 'solamente' para ver cómo Echanove capta al inefable Trujillo: su afán obsesivo por Ejercer el Poder y a la vez el hastío vomitorio por doblegar una y otra vez a los mismos soplapollas. En ese 'solamente' radica mi individualidad pensante: soy espectáculo público, soy lo que la melindrosa 'autoridad' prohíbe, aunque se ha comprobado que solo se infectaron 4 de los casi 5.000 asistentes a un concierto de 'Love of lesbian', en Barcelona. Me amputan el sustento moral del teatro, por mi bien: sano, pero imbécil.
El gurú de pelambrera indómita, el supuesto epidemiólogo que ejerce de político y el pretendido adivino que ejerce de bobo, se pregunta qué hago en bares y restaurantes. Él, no sé. Por lo que me concierne, en bares conocí la música de Leonard Cohen y supe de dónde y por qué vino la nuez moscada, y aprendí a jugar al dominó -un ejercicio aritmético tan bueno como cualquier otro-. En restaurantes supe del vínculo del ingeniero Baal con los relojes de ferroviario, comprendí la pintura de Mondrian y me acerqué al fundamento neuroquímico de que el vermú sea tan fascinante. Resulta que soy bares y restaurantes y conversación variopinta, pero el gurú me quiere sano e idiota.