La pesca ilegal, no declarada y no reglamentada agota las poblaciones de peces, destruye los hábitats marinos, perjudica a los pescadores legales y fragiliza a las comunidades costeras.
La presión de los grandes supermercados y cadenas de distribución empujan a las conserveras a adoptar códigos de conducta, a veces reprochables. La sobre explotación y las artes de pesca insostenibles provocan daños en los ecosistemas marinos y reducen la población de peces de forma alarmante. Es urgente gestionar mejoras en el control de los caladeros para evitar la sobrepesca y las capturas ilegales. Las empresas pesqueras deberían surtirse sólo de peces capturados de forma sostenible y mostrar más responsabilidad con las condiciones laborales de su flota.
Negociar los derechos de pesca es el papel de los gobiernos, pero el precio al que pagan los consumidores pagamos el pescado es cosa de los intermediarios.
Otro efecto dramático de la pesca es la masacre de animales que caen por accidente en las redes: tortugas marinas, tiburones, atunes jóvenes, o delfines. Aproximadamente un 8% de los animales extraídos del mar se descartan y se devuelven muertos al agua.
Pero esto no es todo, algunas artes de pesca destructiva arrasan los fondos marinos; un sólo barco puede dañar hasta treinta kilómetros cuadrados de fondo marino en quince días. El fondo marino es nuestra última fuente salvaje y renovable de alimentos.
La pesca ilegal perjudica a aquellos países que no reciben compensaciones por todas las capturas que quitan a las flotas que sí respetan los acuerdos y, además impide hacer estimaciones fiables sobre el nivel de sobre explotación de una especie determinada. Luchar contra las capturas ilegales debe ser una prioridad para los gobiernos.
La UE ha promovido una regulación, en vigor desde el año 2010 a fin de combatir este problema, pero su efectividad será limitada si no se alcanza un acuerdo mundial.