La Edad Media pasa por un período llamado de Oscurantismo, en el cual el dogma judío-cristiano institucionalizado en la Iglesia de Roma se encarga de controlar todos los aspectos de la vida de las personas: tanto desde lo que se escucha y lee, hasta las decisiones de grandes estados, políticas de gobierno, sistema económico y por si fuera poco la entrada al cielo. Es así que de pronto lo considerado malo por algunos, fue desechado, y quién sabe cuántas cosas se fueron por la borda en aquellos siglos. Motivados por una moral sumisa típica del cristianismo, los seguidores de Roma hicieron todo cuanto estuvo a su alcance para obedecer los designios de quienes controlaban la vida de Europa en aquellas épocas.
Por eso quizá, si de producción cultural hablamos, la Edad Media adolece de la ingente cantidad de cerebros y mentalidades con la que sí cuentan otras épocas. Por ahí tenemos en los inicios a San Agustín de Hipona y luego a Santo Tomas de Aquino, considerados padres de la Iglesia. Así, esos casi diez siglos en los cuales los Papas iniciaron su era de dominio sobre todos los aspectos de la vida, fueron de total retraso y estancamiento para la humanidad.
Es importante insistir en esto, porque prácticas de antaño practicadas en Grecia como los deportes o la medicina fueron tildados paganos y satánicos. Los científicos existían, igual que los pensadores e intelectuales artistas; empero, todos debían tener sumo cuidado con lo que decían o hacían, caso contrario, allí estaba Roma para castigarlos. Con el tiempo claro y para darse abasto, los de la Iglesia Católica se encargaron de crear una institución que específicamente adopte la responsabilidad de castigar a todo aquel que desobedezca, infrinja o se desvíe de los designos que, según ellos, el mismo Dios les había impuesto hacer respetar. Fruto de esta paranoia Papal y/o eclesiástica que surgió en Europa hacia el siglo XII, nace el Santo Oficio de la Inquisición.
Era este un organismo que sobrevivió hasta hace pocos siglos en algunos países donde el fanatismo era parte de la vida cotidiana, y que se encargó de mandar al otro mundo a toda las personas consideradas herejes. ¿Qué tiene que ver toda esta descripción? Pues bien; al dominar la Iglesia todos los aspectos de la humanidad, por lo general había algunos con los que los papas nunca podían mantener buenas relaciones del todo: los reyes. En efecto, las peleas entre reyes y papas son innumerables y tardaríamos varias páginas en nombrarlas todas.
En resumen, podemos decir que los soberanos a menudo rompían los testamentos de su Dios, desobedecían las órdenes del Papa, y hasta pretendieron tomar Roma (y Roma en su historia como capital del catolicismo fue varias veces asediada). A menudo la tortura contra la población europea no caía en impuestos o castigos físicos; sino también bajo un sutil y cínico maltrato psicológico.
Bastaba que estallase una guerra-de esas que eran casi a diario-para que un clérigo “x”, o más aún-porque tenía más peso e influencia-el papa de turno dijera cosas como “es el castigo divino por sus acciones”, “pagad vuestros pecados ahora”, o cosas por el estilo; sin contar que a menudo si se quería el perdón por los pecados cotidianos, había que pagar. Por si fuera poco en el año 990, 999, 1000, 1001, 1137, 1245, etc., siempre se anunciaba el fin del mundo como algo cercano, en especial cada vez que algún acontecimiento antológico acaecía. El hecho es que, algunos católicos fanáticos se daban cuenta que vez tras vez, nunca nada sucedía. Algunos hasta tenían la osadía de vender sus propiedades y despedir a sus siervos, para esperar el reino del señor, que jamás llegaba. Claro está los Papas siempre tenían un próximo argumento a su favor.
La peste negra
Ahora bien, la historia en resumen es más o menos la siguiente: cuando en octubre del año 1347 llegaron a Messina, en Sicilia, algunos barcos mercantes italianos desde el Mar Negro no desembarcaron sólo especias, dinero o esclavos. En efecto a bordo trajeron algunos enfermos con la epidemia que arrasaría casi tres continentes. Al parecer tal pandemia se había originado en el norte de la India y quizá fue llevada hacia el oeste por los enormes ejércitos mongoles. En Crimea, cobró sus primeras víctimas europeas, pero no sería sino hasta cuando nuestros amigos mercantes desembarcaran en Sicilia, que la peste llegó en todo su esplendor.
Así pues, pronto empezó a consumir vidas como una fiera bestia que lo engulle todo a su paso. Por casualidad por aquella época el reino de Hungría entró en guerra con Nápoles, justo cuando la peste empezó a propagarse. Al parecer la enfermedad llegó a ser tan fatal para las tropas que la campaña resultó un desastre para ambos sin siquiera haber tenido un enfrentamiento significativo. Pronto recibió el nombre de “Peste Negra”, pues la enfermedad generaba unas llagas en la piel terribles de color negro. En tan sólo pocas horas la plaga parecía esparcirse por todo un pueblo matando a miles. En realidad, más allá de los enfermos humanos, eran las ratas y sus parásitos, que vivían en todas partes en aquella época, las encargadas de llevar la muerte a todas direcciones.
Los ejércitos mencionados también regresaron a sus casas esparciendo en todas direcciones la enfermedad. No obstante las ratas y sus microbios al contacto constante con las personas fueron muchas más veloces a la hora de servir como trasmisoras. Los hechos hablan por sí solos. Pronto, lo que pareció ser algo pasajero se convirtió en una pesadilla, la cual fue condenada por el Papa de turno, como era de esperarse, como “un castigo divino que anunciaba que el fin estaba cerca”. Los pocos médicos de la época que debían trabajar absolutamente limitados con respecto a sus investigaciones, no pudieron hallar ninguna explicación o solución para este flagelo.
En los tres años siguiente millones de europeos mueren víctimas de esta terrible plaga. Y no sólo ellos, pues al ser el Mediterráneo el mar en contacto con Asia y África, pronto la peste se importó gratuita a otros lares, llegando inclusive hasta Escandinavia, Rusia o Inglaterra.
Según la historiadora Bárbara W. Tuchman, la peste habría seguido el siguiente camino luego de que desembarcara en Messina: a pandemia penetró en Francia desde Marsella y en el norte de África desde Túnez: “La pandemia penetró en Francia desde Marsella y en el norte de África desde Túnez en el mes de enero de 1348″.
En embarcaciones de cabotaje y fluviales, se propagó desde Marsella hacia el oeste hasta España, a lo largo del Languedoc, y hacia el norte, por el Ródano, hasta el Aviñón, en donde brotó en marzo. Apareció en Narbona, Montpellier, Carcasona y Toulouse en febrero y mayo y al mismo tiempo, en Italia, en Roma y Florencia, y sus comarcas. Entre junio y agosto alcanzó Burdeos, Lyon y París, se difundió en Borgoña y Normandía, y cruzó el canal de la Mancha desde Normandía al sur de Inglaterra. Desde Italia, salvó los Alpes en el mismo verano, pasó a Suiza y se dilató por el oriente hasta Hungría. En determinados territorios sembró la muerte entre cuatro y seis meses y desapareció, excepto en las poblaciones grandes, en las que, echando raíces en los hacinamientos urbanos, se aplacó en invierno, reapareció en primavera e hizo estragos durante otro medio año”.
En 1349 resurgió en París, se extendió a Picardía, Flandes y los Países Bajos, y fue desde Inglaterra a Escocia e Irlanda, así como a Noruega, en la que un barco fantasma cargado de lana y cadáveres navegó sin rumbo hasta que encalló cerca de Bergen. Desde allí se dirigió a Suecia, Dinamarca, Prusia, Islandia e incluso Groenlandia. Dejando una caprichosa laguna de inmunidad en Bohemia, y Rusia se salvó sólo hasta 1351. Aunque la tasa de mortalidad fue antojadiza- en unos lugares acabó con un quinto de los habitantes y en otros con las nueve décimas partes o con todos-, el cálculo amplio de los demógrafos moderno, en lo que atañe al ámbito existente entre la India e Islandia, coincide bastante con la fría apreciación de Froissart: “Murió un tercio del mundo”.
(…). En aquella confusión de muerte constante y de miedo al contagio, la gente fallecía sin auxilios espirituales y era sepultada sin acompañamiento de oraciones, perspectiva que llenaba de aterrorizada amargura las horas postreras de los agonizantes. Un obispo inglés autorizó a los seglares a confesarse mutuamente, como hicieron los apóstoles, “o, si no había presente un hombre, incluso a una mujer”, porque “la fe estaría”, si no se hallaba sacerdote que administrase la extremaunción.
Clemente VI consideró necesario perdonar las culpas de quienes morían a consecuencia de la plaga, ya que eran muchos los que no recibían los socorros eclesiásticos. “Y las campanas no doblaban a difuntos- escribió un cronista de Siena- y nadie lloraba fuesen cuales fueren sus pérdidas, porque casi todos esperaban expirar…”
Y todos decían con convicción: “Es el fin del mundo”
Consecuencias
Esta plaga trajo muchas consecuencias morales pues muchas personas se dedicaron al robo, al saqueo y el ultraje para poder comer o vivir. Muchos eran discriminados y aislados de la sociedad al no poder hallarse una cura inmediata. Ni hablar de los daños que sumaron las guerras o las hambrunas. Se cree que por aquellos años el promedio de vida no superaba los 35 años.
Según los cálculos se estima que al menos un 30% de la población, sólo en Europa, murió. En cifras hablamos de más de 20 millones. En África y Asia se suman entre 30 y 40 millones de personas. Obviamente nunca se sabrán los números exactos, empero, de que murieron, murieron, y aún así el fin del mundo lo seguimos esperando hasta ahora…