Revista Opinión

La petite révolution

Publicado el 22 octubre 2010 por Rbesonias
La petite révolution
Las vindicaciones que en su día causaron a sus protagonistas esfuerzo, sacrificios personales y quizá algo más que un rasguño, hoy, con el tiempo a nuestra espalda, devienen en literatura romántica o mera batallita del abuelo a los oídos de los jóvenes que las escuchan de boca de familiares o educadores. Algo así le ha ocurrido al llamado Mayo del 68, iniciado en Francia a partir de la guerra de Argelia y que movilizó a gran parte de los estudiantes, generando un fuerte movimiento de izquierda (Nouvelle Gauche). Fruto de estas revueltas, Francia se enfrentó a la mayor huelga general de su historia. De Gaulle creyó realmente estar ante algo más que una simple huelga, dada la magnitud de las revueltas, viéndose obligado a convocar unas elecciones anticipadas que hicieron disminuir la gravedad de los acontecimientos, pero que acabaron convenciendo a las fuerzas políticas de que la nueva generación de ciudadanos no deseaba seguir rigiéndose por las costumbres, normas y códigos morales que habían caracterizado las formas de vida de sus antecesores.
Mayo del 68
supuso un cambio de rumbo en la política gaullista, heredera de la Segunda Guerra Mundial, reafirmando con el tiempo la fortaleza de una izquierda francesa emergente. La clase política no podía seguir anclada en valores a
los que las nuevas generaciones hacía tiempo que ya habían renunciado. De hecho, gran parte de la juventud francesa era escéptica con sus representantes políticos, no creía en ellos, porque representaban un futuro anacrónico, desfasado, alejado de las vivencias y necesidades del ciudadano de la calle. Por esto, Mayo del 68 supuso una honesta (podríamos decir que digestiva) manifestación popular de protesta contra el orden establecido, no solo una huelga alentada por razones económicas. Los jóvenes no querían vivir como sus padres, no querían ordenar sus vidas por valores de seguridad o patriotismo, no querían sentirse devorados por la máquina publicitaria que nos convierte en meros consumidores, no deseaban ser adoctrinados, no querían nacer, trabajar, reproducirse y morir, como lo habían hecho sus padres, y los padres de sus padres; su deseo era descubrir por sí mismos, sin tutelas, su camino.
Hoy, 42 años después, algunos analistas han querido ver en las recientes manifestaciones de jóvenes estudiantes por las calles de numerosas ciudades de Francia un reflejo del espíritu vindicativo que alimentaba Mayo del 68. Hemos podido ser testigos a través de los medios de comunicación cómo en estas últimas semanas miles de jóvenes exigen, junto a ciudadanos que bien podrían ser sus padres o abuelos, reformas urgentes a la política de Sarkozy. Las demandas contra la reforma de las pensiones o la crisis de las refinerías se mezclan con la defensa estudiantil de un cambio social que les asegure un futuro estable. «No queremos vivir peor que nuestros padres», reza una pancarta. La reivindicación que en Mayo del 68 estaba caracterizada por un rechazo absoluto a la generación precedente, ahora enarbola con similar furia todo lo contrario: la sola demanda de seguridad económica. No quieren rebelarse contra nadie, no les molesta la sociedad de consumo, tan solo desean seguir disfrutando de las ventajas del Estado del Bienestar creado por los hijos del 68. Sus demandas no poseen ningún rasgo metafísico ni ideológico. Quizá el único sesgo que comparten con los jóvenes del 68 sea el escepticismo político, una apatía y desgana hacia todo aquello que suene a compromiso político. Aún así, han salido a la calle, secundan manifestaciones pacíficamente, apilan contenedores frente a los lycées o queman coches; a su modo vomitan su ira contra una clase política que les prometió vivienda, trabajo, coche, videoconsola, IPod, vacaciones en Côte d'Azur y demás holganzas del desarrollismo, y no ha sabido (o no ha podido) mantener sus promesas.
¿Por qué los jóvenes españoles no manifestaron igual entusiasmo
(si acaso algún conato de rebeldía) en la reciente huelga general? ¿Porque tampoco los adultos parecían muy convencidos? ¿Porque su nivel de tolerancia al paro y las estrecheces es mayor? ¿Por ignorancia del contexto social en el que viven? ¿Porque los jóvenes españoles viven mejor que sus vecinos franceses? Mucho me temo que ninguna de estas preguntas puede honestamente responderse con un sí. Lo que es más o menos evidente es el desinterés generalizado de los jóvenes españoles hacia la actividad política, agravado aún más por la situación de crisis económica que vivimos en estos momentos. Las instituciones educativas, especialmente la Universidad, no demuestran hoy por hoy una mínima voluntad contestataria. Profesores y alumnos se limitan a administrar y recibir créditos a la espera de seguir viviendo algún día en el mejor de los mundos posibles.
Voceamos, despotricamos contra los dioses del Olimpo, pero el eco de nuestra indignación no posee suficiente fuerza, esperanza o determinación como para hacernos salir a la calle. Los jóvenes no son apáticos,
egoístas, descreídos y consumistas por ciencia infusa; recibieron desde la cuna la herencia que los adultos les hemos incubado. ¿No hemos caído en la cuenta de que nuestras pensiones dependen en gran parte de ellos, los jóvenes, de su capacidad para creer, reivindicar y merecer un mundo mejor? Quizá los adultos creímos que era suficiente con tener a nuestros hijos bien comidos, satisfechos a través de una vida holgada, pero calladitos, bien calladitos, no sea que al que más hable, antes le quiten el pan. Miserias de un franquismo cuyo fantasma aún se pasea en forma de silencio y condescendencia. Miserias de un proteccionismo familiar e institucional que ahoga el espíritu crítico y emprendedor que en tiempos de crisis es tan necesario. No sé si aún podemos recuperar lo que deshicimos en el camino, pero sí estoy convencido de que es urgente rearmar a nuestros jóvenes con nuevas formas de resistencia contra la desilusión, hacerles volver a creer que su voz y su voto son importantes. Está en juego la fortaleza de una democracia que no se sostenga tan solo por su soporte formal, institucional, sino que tome realmente consciencia de su poder soberano, huyendo así de las nuevas demagogias que compran (como el Jacob bíblico) nuestra libertad por un plato de lentejas.
Ramón Besonías Román

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