Revista Opinión

La pianola del casino

Publicado el 06 febrero 2024 por Manuelsegura @manuelsegura

Uno de los indicadores del decaimiento del pueblo lo evidenció el declinar del casino instructivo. Así se denominaba aquella sociedad recreativa, hoy extinta, en la que cabían por igual ricos y pobres, empresarios y asalariados, ilustrados e iletrados. Uno de sus primeros emplazamientos fue en la plaza de la iglesia, con amplia terraza en alto y con vistas a la fachada y la torre del edificio religioso. Con el tiempo se trasladó a otra plaza, la del jardín, un enclave que tenía enfrente una vistosa fuente de agua y que, en una remodelación, fue suprimida de un plumazo por la autoridad municipal. 

En la década de los setenta, siendo aún menor de edad, lo comencé a frecuentar, aprovechando mi condición de hijo y nieto de socio, en compañía de otros amigos que también gozaban de ese aval. Allí me inicié en la lectura de la prensa, ejemplares a los que se accedía por riguroso orden de llegada y con preferencia siempre para los socios. Había días en los que para leer La Verdad, Línea, ABC, Pueblo o Marca tenías que esperar lo suyo. Por cierto, que los diarios nacionales llegaban entonces con un día de retraso por problemas de distribución, mientras las revistas eran más asequibles: recuerdo el Blanco y Negro o La Actualidad Española.

El casino suponía en mi adolescencia un universo singular, a la vez que una escuela de vida. Me encantaba observar el comportamiento de sus socios, no solo mientras leían la prensa y la comentaban en voz alta, sino, especialmente, cuando jugaban partidas de dominó o cartas. Aquello se correspondía con una liturgia, en las sobremesas de sábados y domingos, en la que se combinaban los golpes de las fichas sobre las mesas, o de la baraja en los tapetes, con los carajillos, belmontes, copas de coñac, palomas, cigarrillos o puros. Cuesta entender ahora cómo podíamos desenvolvernos entre aquel ambiente humeante, casi asfixiante, trufado de olores variados, mezcla de cafés, alcoholes y tabacos diversos.

Recuerdo una asamblea, en la que se sometió a votación la posibilidad de sancionar al presidente por haber incumplido una de las normas establecidas en el reglamento. El caso es que se prohibía a cualquier socio levantar la voz en demasía dentro de la entidad y que este hombre, una noche, fruto de la efervescencia etílica acumulada, había emitido gritos estentóreos. Ocurría que la potestad para hacer efectiva la sanción, que conllevaba la expulsión temporal, era del propio implicado, el mismo que defendía con ahínco para sí un castigo ejemplar frente a otros directivos y asociados que consideraban la medida desproporcionada a la vez que incoherente. Tras amplio y arduo debate, la cuestión se sometió a votación y el presidente se autosancionó con 15 días de expulsión, por lo que, durante esas dos semanas, se le impidió el acceso al local.

Otros episodios memorables los constituyeron anécdotas acaecidas en las fiestas de Nochevieja, como cuando un achispado y obstinado socio se empeñó en que la cantante del grupo musical nunca finalizara su actuación y, ya entrada la madrugada, cada vez que esta amagaba con despedirse, le endilgaba un billete de mil pesetas, que lógicamente ella recibía encantada, acometiendo un nuevo tema del repertorio.

El casino volvió hace años a otro local en la plaza de la iglesia, ya que el del jardín lo ocupó una entidad bancaria. Pero ya nunca volvió a ser lo que había sido. Cierto que sobrevivió un tiempo como resquicio del pasado. Cuando falleció mi padre, que por entonces contaba con el número tres en el escalafón de asociados, mantuve su condición por nostalgia. Un día, hace dos o tres años, nos convocaron a los socios que aún estábamos al corriente para vender el local y proceder a disolver la sociedad. Al final no se hizo nada ya que no hubo entendimiento con los hipotéticos compradores. Desde entonces, se han ido extinguiendo, de forma inexorable, algunos de los socios más veteranos mientras el casino permanece sumido en una especie de limbo. Hoy escribo desde el recuerdo a muchos de ellos y en agradecimiento por los ratos inolvidables que pasé en su interior o sentado en la terraza de su puerta, durante las interminables tertulias nocturnas a modo de conciliábulo estival. Porque aunque no recuerde todo lo que sentí, sí siento todo lo que recuerdo. Como su vieja pianola, el reloj de pared, el teléfono negro de baquelita o los sillones de escay marrón.

[‘La Verdad’ de Murcia 6-2-2024]


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