Revista Libros
Lasse Söderberg, La piedras de Jerusalén. Traducción del autor y Ángela García.Introducción de Ángela García.Prólogo de Víctor Rodríguez Núñez.Linteo Poesía. Orense, 2014.
Al séptimo día
el general examinó
el territorio que acababa
de conquistar.
Con su ojo sano
parecía ver
cómo la tierra florecía
y rebosaba de miel.
Así lo dijo
al escribiente a su lado.
Pero calló lo que veía
su ojo perdido:
que las flores eran de hueso
y la miel se había coagulado.
Ese irónico texto de resonancias bíblicas, fechado en 1967 y titulado General con un ojo tapado, un poema introductorio puesto casi al final, como indica el propio autor, forma parte de Las piedras de Jerusalén, del poeta sueco Lasse Söderberg (Estocolmo, 1931), uno de los nombres fundamentales de la literatura de su país, además de un prestigioso humanista que ha traducido al sueco una parte significativa de la poesía española e hispanoamericana, de García Lorca a Octavio Paz, de Borges a Gonzalo Rojas.
Salvo ese poema, provocado por la figura algo siniestra de Moshe Dayan y la guerra de los seis días, los demás de este libro son consecuencia de dos viajes del poeta a Jerusalén en los años noventa, los de la primera intifada: añicos apenas –escribe el autor- de un espejo roto donde la comprensión destella por lo menos momentáneamente.
Un poema introductorio puesto casi al final, en el que se pueden leer las claves fundamentales de Las piedras de Jerusalén, donde hay comprensión pero también indignación en la mirada binocular de Lasse Söderberg, que avisa desde el principio no soy peregrino ni poeta en esa ciudad conflictiva y llena de contradicciones, donde predicaban la paz los escarabajos.
En principio su intención en aquellos viajes era tomar notas sobre el terreno para un reportaje periodístico que no llegó a terminar, porque aquellas notas sirvieron años después como punto de partida para una escritura compulsiva que acabó dando lugar a este libro que se publicó por primera vez en 2002 y que en esta traducción de Linteo incorpora algunos poemas posteriores a aquella primera edición.
Tras ver en la ciudad las tragedias que deja el uso siniestro de las creencias por el fanatismo religioso el poeta pudo comprobar, como señala Ángela García en su introducción, que “la fe es un mercado y Jerusalén simboliza el centro de ese comercio, de las guerras fratricidas azuzadas por los fundamentalismos.”
Pero encauzar esa indignación, que puede convertirse en un factor antipoético, no era un reto fácil para Sörderberg, que prefirió la contención como método y como tono poético: “me obligué al laconismo constante –explica en una nota al final del libro- para evitar la prolijidad: experiencias complejas conducen a veces a cierta verbosidad.”
La difícil coexistencia de israelíes y palestinos, las injusticias y los fundamentalismos, la ciudad y los asentamientos, el amor, la historia y el sentido de la poesía son algunos de los centros de interés de este libro en el que conviven la leyenda y la vida cotidiana, la tragedia y la esperanza, en la mirada comprensiva, piadosa, pero total y poliédrica del poeta:
En la primera página del Jerusalem Post
vi la imagen de tres jóvenes risueños.
Sus sonrisas cortaron como un cuchillo
la carne viva de la nación.
La arrogancia de los malhechores
estaba en todas las bocas.
“Descendientes de Caín” dijeron algunos
“O de Abel” oí de otros.
Lasse Söderberg no es un testigo imparcial, ni quiere ni puede serlo. Se decanta del lado de los oprimidos o de los asesinados en las matanzas de Sabra y Chatila. Desde el lugar de las palabras que es la poesía, el poeta toma partido, evoca la continuidad con otros momentos históricos en los que la ciudad fue también un desolado escenario de destrucción y muerte, como cuando los cruzados medievales llegan a Jerusalén: Desde las sucias ciudades del norte / llega la turba de genocidas.
O conversa – ¿Conversaré con los muertos / o trataré con los vivos?- con los poetas antiguos (Ibn Gabirol, Mosé Ibn Ezra o Yehudah Halevi) y con contemporáneos como Jabès o Darwish y “su corazón tristemente quebrado / como emblema de concordia.”
Una mirada que refleja todo aquello – huesos, destrucción y sangre- que, siniestro y mortífero, había callado el general porque lo había visto con su ojo perdido, igual que conviven en el título las piedras monumentales y aterradas de la historia y las piedras humildes que se convierten en símbolo de la rebeldía desigual contra el invasor:
Abandonamos las partes orientales de la ciudad
acercándonos de nuevo a Yemin Moshe.
“Comprar legumbres para la familia,
es tan sencillo como tirar piedras,”
pero tirar piedras puede llevar lejos”,
decía, mientras señalaba en el suelo.
“
“La que ves ahí reposando
vino una vez de la honda de David”.
Santos Domínguez