Revista Opinión

La playa

Por Danielruizgarc

La playaA veces es el dolor quien te despierta de la atonía. Y echas la vista atrás y contemplas todo ese periodo de atonía como un océano manso, apacible, feliz sin sobresaltos: mar en calma. Pero de repente vuelve, el dolor agudo, como un chirrido insoportable, o más bien como un desprendimiento de guijarros, como una lapidación que nadie espera. Está ahí, la lluvia de piedras, violenta, súbita, implacable, y entiendes que no hay resguardo posible para semejante daño.
Nada es estable, nada es siempre igual. Nos engañamos implantando ritos, convenciones, hábitos, pero de un día para otro llega el grito, el puño fruncido, el latigazo, que te devuelve a la condición de ser precario, indefenso, vulnerable. Y entonces sólo resta el miedo y lamerse las heridas, sin saber si se convertirán en postillas o por el contrario acabarán supurando.
Hemos sobreestimado el valor, la valentía, todos esos conceptos que nos acercan a la épica y a la vida heroica. Pero es el miedo quien nos fustiga, el que nos azuza para seguir, porque sin miedo no es posible huir. Lo dijo San Bardamu: “Para salir de las dificultades es necesario tener miedo. No hace falta otra arma o virtud. El hombre que no tiene miedo está perdido”.
Anoche, durmiendo a Pablo, mientras su hermana y su primo Ale descansaban en habitaciones contiguas, mi hijo me susurraba, con la voz ya agusanada por el sueño, que él no morirá, que él vivirá para siempre. También recuerdo el tiempo en que yo tenía esa convicción. En aquel tiempo, cuando éramos inmortales, todo era mucho más sencillo. Tan sencillo y fácil que uno era capaz de vivir ajeno a la posibilidad de la muerte. Dos habitaciones más allá, su primo Ale dormía plácidamente, virgen frente al roce de las enfermedades y el olor a hospital y el dolor que a estas horas mantiene a su madre atenazada en la cama de un hospital, por segunda vez víctima de la enfermedad innombrable, esa empecinada y siniestra larva que le ha cogido gusto a su cuerpo.  
Ella debe ser valiente, ella debe luchar. El teléfono de mi mujer resuena a todas las horas del día, haciendo rebotar las llamadas entre hermanos, madre, primos, cuñados. Entretanto, mis dos hijos y el primo juegan por los pasillos, hacen ruidos, se pelean, se reconcilian, reajustan el mundo, imponiendo en el piso su dialéctica de ufana inmortalidad. El miedo es para nosotros, quienes todos juntos rezamos, cada uno a su manera, cada uno a sus santos y mártires, cada cual con su liturgia, y todos con sus miserias, que van floreciendo como malas hierbas a las que la compostura aconseja no mirar. Ella debe ser valiente, pero cuenta con todo nuestro miedo, con nuestra oración de pavor reconcentrado, que debe acabar sacándola de esa dichosa cama donde ahora yace fruncida y tensa, como un boxeador dispuesto a salir al ring.
Ella va a salir de esto. Es valiente, y dispone de nuestro miedo. Saldrá de allí, y volveremos otra vez a la playa, a esa playa de la que la arranqué apresuradamente y a 140 km/h en dirección al hospital, para que juntos contemplemos una vez más ese océano quieto, donde recuperaremos el espejismo de la normalidad, de que somos inmortales, de que no existe el miedo.  


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