Revista Cultura y Ocio

La pluma de un cisne sobre un mar de olas de plata -relatos cortos-

Por Orlando Tunnermann
LA PLUMA DE UN CISNE SOBRE UN MAR DE OLAS DE PLATA -RELATOS CORTOS-
Sus pasos sobre el cuadriculado damero de losas blancas y negras rayan la perfección, “flotando” la bailarina como una etérea pluma de cisne negro sobre un mar de olas de plata.
La noche eterna y borrascosa envuelve el derruido templo de Diana y es testigo de una ejecución a vida o muerte: una cita ineludible con la muerte o la absolución para el pequeño Yadur, que duerme en su cunita, ajeno al desenlace macabro de una danza que no admite imperfección, que debe mostrarse confiada y sin tara.
Cada rotación, cada giro, persigue la perfección, apoyando talones y puntillas sobre las blancas losas. Las negras conllevan la destrucción de un sueño que pende de un único hilo gastado, raído, a medio quebrar, que le diera lo mismo subsistir que morir.
La voz de Markus es monótona, electrónica, iterativa, un eco persistente y monocorde que resuena minuto a minuto a través de una locución que viaja a lomos de las ondas de un vetusto magnetófono.
Su voz es perentoria, soberana, soberbia… quiere que baile para él, hasta el fin de la noche, hasta el fin de los días… que gire, salte, rote y vuele sobre las losas blancas, evitando siempre las negras, por puro divertimento malsano, vesánico…
Zaira está agotada y teme por la vida de Yadur. Elude las losas negras mientras danza a un ritmo frenético. Pueden estallar, abrirse bajo sus pies como pozos insondables; son trampas letales… así lo narra el relato macabro de Markus. Son los inconvenientes de un simple error cometido en la ejecución de su danza…
La bailarina ugandesa dibuja espirales y trazados aerodinámicos con la curvilínea y esbelta figura de su cuerpo de cisne negro, marcando ritmos dispares, “romanceando” a la noche con el hipnótico lenguaje de la danza.
Su vestido rojo de bailarina es una gota de sangre eyectada en la oscuridad que engulle el templo de Diana.
Tiene algo de esperpéntico y falaz, como un remedo chapucero, con sus columnas corintias ridículas y acartonadas. No se apercibe Zaira de la vulgar martingala, no cala en su ser la esencia premeditada del dolo. La bailarina ugandesa solo existe para bailar. La danza de la supervivencia es su leitmotiv, lo hace todo por su hijo, que está dormido en su cunita…
Se encienden las luces y se acalla la voz cuando Zaira cae extenuada, derramando su estilizada figura sobre el tablero de ajedrez que es el suelo de losas blancas y negras.
Está llorando, sabe muy bien lo que supone su caída. Hunde la cabeza en el pecho plano, se guarece entre las piernas, recias y delgadas. No hay detonación ni cataclismo, ni abismo insondable bajo las plantas de sus pies.
Un hombre uniformado con una túnica blanca le tiende una mano amiga. Su voz pretende afabilidad y confianza. Le infunde ánimo.
Zaira lo mira con ferocidad de hiena malherida. El templo de Diana es una mera ilusión de cartón-piedra y la noche procelosa un gigantesco estudio, un laboratorio científico. Todo ha sido una patraña, una vil superchería, un experimento científico…
Yadur jamás estuvo en peligro, no existe Markus, el depravado locutor de la grabación sonora, ni persiste ya la necesidad de prolongar la danza. La noche ha concluido, se han encendido las luces del escenario. Zaira puede regresar a casa con su hijo.
La pluma de cisne negro sobre el mar de olas de plata, la gota de sangre eyectada en la oscuridad de la noche, se incorpora perturbada; parece aturdida, airada, cansada…
Escuchan sus oídos ovaciones y palabras de agradecimiento por su colaboración. Zaira, que ya camina hacia la salida del monumental amaño de cartón-piedra, coge unas tijeras que encuentra sobre una camilla de metal y se las clava en los ojos al “buen samaritano” que le tendiera la mano.
Los elogios se tornan aullidos de terror cuando la bailarina huye despavorida, se abre paso aullando como una loca, atacando con las tijeras a quienes tratan de interceder o aplacar el estallido brutal e inopinado de su locura.
Caen malheridos sus verdugos. Su sangre sí es real, así como la vesanía desatada de la bailarina, que danza de nuevo con el arma lacerante en las manos, ya no para velar por la vida de su hijo, sino para revertir el dolor y la agonía infligidos a la madre atormentada y humillada, engañada, víctima de una vileza infrahumana.
Retorna la oscuridad al apócrifo templo de Diana cuando la bailarina apaga las luces y se aleja de su pesadilla cubierta de sangre y con su faz teñida de locura.

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