Revista Literatura
Quisimos que el verano se fuera para siempre, para no volver nunca jamás, y que llegara cuanto antes el invierno, este invierno. A estas alturas ya damos por hecho que el otoño es una estación que se aprende en los colegios, una estampa de postal melancólica, una metáfora y poco más, ya que climáticamente dejó de ser. Desde que recuerdo he detestado el invierno, y lo sigo detestando. Y tengo la impresión de que en los últimos años, en estos años de vacas flacas, cristales rotos, deudas por pagar y miseria a esportones, lo detesto, lo odio, más si cabe. Estos tiempos feos e insanos han fabricado un interminable catálogo de términos con apariencia seudotécnica, pero que albergan en sus interiores realidades tan ingratas como injustas. Uno de esos términos, y que han contribuido a cincelar con más fuerza mi desprecio por el invierno, es el de pobreza energética, algo de lo que hablamos, y mucho, en los últimos días. Y es que el termómetro ha bajado considerablemente y llega un momento en el que las mantas y el tintineo de dientes dejan de surtir efecto. Porque hay quien no tiene para poder conectar un brasero a la corriente eléctrica o para comprar una bombona de gas con la que alimentar una estufa. Como hay quien no tiene para una caja de leche o para un trozo de pan. Familias que ya no recuerdan el sabor de la fruta o de la carne. Familias que no pueden pagar la hipoteca de su casa o un alquiler o una noche en una pensión. Está pasando, tal cual. Cada mañana nos cuentan nuevos casos. Ancianos que, como en la Edad Media, han vuelto a vivir entre velas y candiles, que incluso llegan a utilizar como calefacción, acercando sus manos en la oscuridad. No nos cuesta reproducir mentalmente esta escena, dantesca, que creíamos de esos tiempos con olor a naftalina y mañanas de anís seco. Esos tiempos que creíamos olvidados, perdidos para siempre, y que han vuelto, están, son. Esa realidad de la que parece no querer acordarse la macroeconomía y esas cifras fabulosas, que nos señalan las puertas del paraíso.Y no son casos aislados, hablamos de millones de personas. Más de los que nosotros mismos podamos llegar a imaginar. Porque esta interminable crisis que ya dura más de la cuenta, ha creado un sector poblacional que es tan difícil de detectar y que bien podríamos definir como la pobreza invisible. Conviven entre nosotros, porque a duras penas han conseguido mantener esa vivienda que tanto y tanto trabajo les costó adquirir. Hasta puede que conserven ese automóvil de gama alta que fue la envidia del garaje comunitario cuando entró por primera vez. No lo han vendido porque ya se ha devaluado y no conseguirían gran cosa y, de momento, lo pueden seguir utilizando. Pasan a nuestro lado y no... sigue leyendo en El Día de Córdoba