Ayer se celebró el día mundial contra la erradicación de la pobreza. También el día internacional contra el dolor. Apuntar en el calendario que un día es estandarte de algo se parece mucho a las dedicatorias de los libros: a mi madre, a mi padre, a mi novia; o a las celebraciones de los goles. Alguien decide esponsorizar un día y todos lo observamos como observamos al delantero llevarse el dedo pulgar a la boca después de aplastar el balón contra las mayas; bien, pensamos, ha tenido un hijo y el gol va dedicado al hijo. Los escritores y los delanteros parecen siempre hablarle al mundo, así, en general.
Doce millones de personas viven bajo el umbral de la pobreza en España. Esta frase debería ponerle la piel de gallina a cualquiera, pero hace mucho tiempo que nos anestesiaron contra la perplejidad, nada nos importa porque todo ha sucedido en la pantalla del televisor, mientras comíamos. Recuerdo que en la infancia comíamos tranquilamente viendo cómo se posaban las moscas sobre etíopes famélicos. A mi madre le horrorizaba aquella visión y solía cambiar de canal, pero algunos días andaba liada en la cocina y yo veía con nerviosismo cómo nadie espantaba las moscas, cómo las moscas se paseaban por los rostros vencidos de aquellos niños del hambre. ¿Cómo pueden soportar que la mosca les acaricie sin soltar un manotazo?, pensaba. No sé si aquellos niños etíopes supieron que el mundo occidental les vio agonizar en la pantalla del televisor, pero estoy seguro de que los doce millones de españoles que viven bajo el umbral de la pobreza saben que les observamos, pueden verse en los kioscos o en los escaparates de las grandes superficies. El círculo perfecto se ha cerrado: el vagabundo se refugia en el centro comercial y ve las cifras de personas que viven bajo el umbral de la pobreza: esa cifra representa su vida. Darse cuenta de eso y romper el escaparate de la tienda con una piedra forma parte de la misma ceremonia: el odio. Al final todos la emprenderemos a pedradas… con los televisores, porque la realidad ya no importa, nunca nos importó; las televisiones han fabricado una distancia infranqueable que no conoce las diferencias geográficas, es exactamente igual aquello que vemos que sucede en África o aquello que vemos que sucede en nuestra propia calle. Porque en realidad no vemos nada, no queremos verlo. La pobreza es una cosa incómoda que hay que esconder. El problema es que cada vez resultará más difícil esconderla; Ana Botella ha prohibido la mendicidad en los centros comerciales intuyendo todo esto. Las cifras ya son escandalosas pero la vida continúa, yo creo que iremos ingresando en esas estadísticas todos los que pertenecemos a la clase media, lo iremos haciendo poco a poco, primero aquellas personas de nuestro entorno que no llegan a fin de mes, luego nuestros padres pensionistas, luego nuestros vecinos, luego nuestros amigos más cercanos, luego nuestros hermanos, luego nosotros, en una retahíla agónica que me recuerda al poema de César Vallejo “Masa”; aquellos versos milagrosos consiguen al menos resucitar al muerto.
Resulta profético que coincidan en el mismo día la pobreza y el dolor, ¿acaso puede llegar a convertirse la primera en una epidemia?
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