El cerebro es el hardware, pero yo sigo fascinando por el software. Es en esa parte de la trama en donde entra a escena el corazón, órgano al que se le han venido atribuyendo las bondades sobre las que se construye el mundo. El amor, que mueve el sol y las estrellas, como quería Dante en su Divina Comedia, nace en ese músculo impresionable, en ese incansable (hasta que lo colapsamos y no continúa) aparato tímido, colosal, sufrido y mágico.
¿Y el alma? Del alma no se ocupa Science. El día en que unos cuantos lumbreras de los laboratorios (benditos sean, benditas sus cavilaciones, bendita su abnegada vocación de progreso y cultura) anuncien el mapa del alma, uno cartografiado en una resolución sublime, me paso de la poesía a la ciencia pura y dura. Dejo de leer a Gamoneda (en el que ando estos días maravillosamente grises) y me pongo las gafas de cerca para aprender el porqué de la elegancia sencilla del cerebro o las razones científicas que hacen que pierda el sentido escuchando la poesía al piano de Bill Evans, pongo por caso, y me repela la canción española o el acid house. Si exponen el mapa del alma habremos unido dos mundos aparentemente congeniables, pero de difícil sutura, el de la materia y el del espíritu. O los habremos destrozado para siempre. Se les habrá extirpado el lado noble, el alquímico. Arrasados los jardines, devastada la palabra, el poeta escribe ecuaciones. Logaritmos que en realidad, mirados de cerca, semejan alejandrinos. La poesía, que pulsa la cuerdas del universo...