Ahora, en un contexto convulso y extático que pone sobre la mesa la negociabilidad de nuestro derecho de ciudadanía -el que garantiza que dispongamos, entre otras cosas, de seguridad social y de educación-, conviene pensar seriamente en las consecuencias de una sedición catalana, y conviene tener presentes los argumentos con que los nacionalistas tratan de justificar la ruptura -que si nos preocupa no es por la nostalgia del terruño perdido, sino por la vulneración flagrante de los derechos concretos, tangibles y materiales que se esconden tras la abstracción nominal del Estado.
El problema más acuciante, quizá, del discurso separatista es que su sustento ideológico no se basa en la voluntad supra-ideológica que, teóricamente, nos dota de cohesión en cuanto ciudadanos españoles -digo "teóricamente" porque las grandes tesis ilustradas solo pueden concebirse, a estas alturas, como exigencia a la que debe someterse nuestra falibilidad-, sino en argumentos marcadamente ideológicos, tribales y étnicos cuya formalización sintagmática se reduce a una serie de abstracciones culturales (nación, conciencia nacional, lengua...) que ninguna democracia moderna habría de admitir como válidas impugnaciones del principio rector de la convivencia ciudadana. Si históricamente se ha demostrado que la razón puede llevarnos a la barbarie, mucho más ostensible resulta el hecho de que los sentimientos, como bandera política, nos convierten en siervos de nuestras propias vísceras, en esclavos de los instintos más deleznables. En el caso del nacionalismo catalán, lo curioso es que bajo la manifestación de argucias puramente epidérmicas se esconde una perversa maquinaria racional que construye, alimenta y enarbola su productividad discursiva.
La pregunta que debemos formularnos es la siguiente: ¿constituye la conciencia nacional una genuina expresión de la colectividad, o se trata de una añagaza para que el pueblo sustituya la defensa de sus derechos por una entelequia épica que otorgue a los políticos una mayor impunidad gestora? Lo primero podría creérmelo si no hubiera nacido y crecido en Cataluña, si no hubiera comprobado cómo se conciben y pregonan ciertos mitos apócrifos (en definitiva, el panem et circenses de la turba irada). De hecho, y aunque ahora se intente meter a todo el mundo en el saco, lo cierto es que en Cataluña siempre ha habido -y siempre habrá- catalanes de primera y de segunda (estos últimos son, sin duda, los que no se ajustan a las exigencias de la ficción nacional; para muestra, el botón de la señora Forcadell: <<Nuestro adversario es el Estado español. Debemos tenerlo muy claro. Y los partidos españoles que hay en Cataluña, como C's y el PP [...]. Por tanto, estos son nuestros adversarios. Los demás somos el pueblo catalán>>).
Mal que les pese a algunos, la conciencia patriótica es una protuberancia surgida del laboratorio de Òmnium y de la ANC, de la otrora lúbrica Muriel Casals y de la caricaturesca Carme Forcadell, con la aquiescencia y el respaldo económico, what a surprise!, de la Generalidad de Cataluña, que ha optado por despilfarrar el presupuesto autonómico invirtiendo millones de euros en veleidades nacionalistas, al mismo tiempo que ha acusado al gobierno central, de manera reiterada y francamente grotesca, de hurto sistemático. El nacionalismo ha sido, desde los albores de la democracia, el batín de seda de la mafia política catalana. En nombre de la patria todo vale: por la divinidad nacional, uno está dispuesto a saborear la amargura de la penuria y a confiar ciegamente en una casta -término claramente en boga- que solo persigue su propio enriquecimiento.
Si la secesión de Cataluña supusiera una conquista notable de las garantías ciudadanas, yo sería el primero en defender con entusiasmo la creación de un nuevo Estado. Pero, como hemos visto, los argumentos esgrimidos no parecen estar a la altura de lo que implicaría la desmembración de la ciudadanía española. Por el contrario, da la impresión de que se intenta destruir un -imperfecto, por supuesto- Estado moderno, constitucional y democrático, para construir una nueva entidad política basada en localismos, rencores, filias y fobias. Es decir: lo que se plantea no es la constitución legítima de una nueva organización estatal, sino la imposición al conjunto de la ciudadanía -que lo es, precisamente, en virtud de razones políticas- de propuestas prepolíticas. El proceso funciona, poco más o menos, del siguiente modo: unos cuantos individuos -por motivos que Freud atribuiría, sin lugar a dudas, al narcisismo y a la megalomanía- deciden adueñarse de una parcela; acto seguido, y aduciendo que dicha parcela es una nación - Su nación-, los sediciosos pisotean los derechos de los demás individuos (sus iguales, no lo olvidemos, en términos políticos).
El riesgo de aceptar esta situación no resulta en absoluto baladí. De hecho, lo más alarmante no es el fervor borrical, salvaje y chamánico de los nacionalistas, sino la sobrecogedora impasibilidad de los que aparentemente no comulgan con sus ideas. En general, la gente sabe que los argumentos raciales no tienen cabida en el ordenamiento democrático: todos admitimos sin pestañear que el derecho de ciudadanía de los hombres blancos no vale más que el de los negros. Pero si tenemos tan claro que el color de piel es un criterio taxonómico sin validez política, ¿por qué nos cuesta tanto reconocer que la nación, concepto (insisto) cultural, abstruso y desvaído, también lo es? Nos pondría los pelos de punta que en un hipotético país los blancos dijeran a los negros: A partir de ahora, el Norte es nuestro; sin embargo, nos hace gracia que una heteróclita caterva de burgueses -para los que, en el fondo, todo cambio sustancial no deja de ser tramoya barroca- y de alborotadores de poca monta -cuya realización humana no va más allá de la quema de cajeros- desaloje a sus conciudadanos de una parte del Estado. ¿Adónde nos llevará, a este paso, la apología del cainismo? Tal vez a una perversión aún mayor: a la defensa de los inexistentes derechos de los animales y a la supremacía de una nueva e inventada raza aria. Si la grava puede legitimarse políticamente, ¿por qué no una oveja? Recordemos que no hubo ningún animalista como Hitler. Y es que, de haber podido, el Führer habría convertido a su perrita Blondi en la emperatriz del Nuevo Mundo...
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