Pocos puntos de la capital encierran tanto misticismo y encanto como estos restos egipcios ubicados en el desaparecido Cuartel de Montaña.
Con sus cerca de 2.200 años de vida a las espaldas os podéis imaginar la cantidad y variedad de salidas y puestas de sol que han contemplado los diferentes fragmentos del Templo de Debod. Sin embargo, es desde hace unas décadas, coincidiendo con su traslado a Madrid, cuando estos restos han admirado celestiales atardeceres sobre la capital de España, viendo como el sol se diluye tras su horizonte ofreciendo, en su conjunto, un impresionante hechizo visual.
Dependiendo de la estación, y de lo caprichoso que ese día se haya levantado el cielo de Madrid, el espectáculo puede ser más o menos vivaz, pero jamás defrauda. En ocasiones la escena muestra su vertiente más apocalíptica, otras, el panorama se ofrece mucho más tranquilo, con colores suaves y sosegados, más propios de las ensoñaciones que de la vida real. Cada día nunca es igual al anterior.
Para representar fielmente esto que digo en la postal de esta semana he querido compartir con vosotros una fabulosa fotografía de Marcos Molina. En ella, un pasmoso cielo de tintes amoratados y lilas parece pugnarle y arrebatarle protagonismo al propio templo. Una lucha sin tregua que se produce por duplicado, en el mundo tangible y en los reflejos del agua que bordean y custodian los milenarios restos. Un doble enfrentamiento que, a su vez, duplica el espectáculo visual.
El Templo de Debod, merced a su magnetismo, siempre nos regala miradas envueltas de magia y sensaciones pero hay que reconocer que pocas tan sugerentes como ésta. Pasen, vean y disfruten de uno de los mayores espectáculos que, día tras día, Madrid nos regala.
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