En esta ocasión nos zambullimos por el Barrio de las Letras hasta detenernos en su explanada más famosa para disfrutar de una extraordinaria visión
Madrid, fecha tras fecha, nos regala dos versiones diferentes, la primera, la que se aclara y conoce bajo la luz del día, más clásica y pura y la segunda, la que brilla en mitad de la noche, cuando calles y edificios se ofrecen al paseante entre caprichosos juegos de luces, en esta ocasión nos toca detenernos en esta última vertiente. En la instantánea elegida para la postal de la semana nos vamos a fijar en la Plaza de Santa Ana, posiblemente el espacio abierto que mejor resume las pasiones nocturnas del taciturno y envolvente Barrio de las Letras.
El trabajo que hoy admiramos es obra de Dominic Dähncke, un chico de origen alemán pero nacido en Canarias. De hecho, si os dais una vuelta por su página web o por su perfil en twitter podréis ver como muchas de sus capturas están hechas en las islas pero, por suerte para los que amamos Madrid, también la capital ha sido magistralmente inmortalizada en numerosas ocasiones con su objetivo. Descubrí su arte por casualidad, en las redes sociales, y desde entonces soy un gran admirador de todo lo que hace.
La Plaza de Santa Ana, alma y corazón del barrio que la bordea puede resultar estéril cuando la atraviesas de día, sin embargo, iluminada y envuelta en la complicidad que le regala la noche, es totalmente imposible no quedarse prendado de ella y gran parte de esta culpa recae en el Hotel ME Madrid Reina Victoria, cuyos reflejos morados sobre la impoluta fachada blanca la convierten en una de las miradas más seductoras de todo Madrid. Además, en contadas ocasiones, el cielo de la ciudad decide ir vestido con el mismo tono, lo que provoca, como apreciamos en la foto, un espectáculo casi divino.
Bordeando el gris pavimento de la plaza habitan las terrazas de los bares, sello inconfundible del visitante de la capital más ocioso que busca en este rincón su descanso más glorioso, bajo la frágil custodia de las farolas. Mientras, a escasos metros de unos y otros, Federico García Lorca vive de espaldas, de forma literal, a un bullicio que se repite casi siempre que el tiempo lo permite, condenado a no poder siquiera girar la cabeza cuando nadie lo mire. Castigado a no poder admirar una de las estampas más fascinantes de todo Madrid.
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