Me encanta caminar por este histórico barrio de Madrid, detenerme y observar en silencio como se derraman sus calles. El espectáculo es impagable.
Cada vez que me abro paso por sus finas calles voy lanzando exhaustivas miradas de arriba a abajo y viceversa, tratando de que ningún detalle se me pase por alto, y aún así siempre hay algo que se me escapa. La convicción después de cada una de estas vueltas de reconocimiento es que el colorido de este barrio de Madrid no lo hay en ningún otro lado. Tanto a ras de suelo como en las alturas el espectáculo cromático es incesante. Fachadas, comercios o vestimentas de sus vecinos. Todo brilla y reclama nuestra atención, los grises por aquí no se estilan.
A este vivo paisaje hay que añadirle la propia fisionomía de la ciudad, calles como la de la foto, la Calle del Amparo, en la mayoría de los casos acostadas sobre pendientes que, según donde nos detengamos nos brindan privilegiados puntos de vista. Casi invisibles, éstos altos en el camino nos permiten observar hasta donde alcanza nuestra mirada una rutina enérgica y exclusiva. Apenas hay balcones desiertos. Macetas, antenas parabólicas, ropa tendida, cada uno tiene algo que aportar a estar abigarrada vista.
En el apartado terrenal, sobre el asfalto, las furgonetas de reparto se afanan por cumplir con su ruta, premisa complicada ya que a la mínima el tráfico en estas callejuelas se congestiona. No es extraño que en nuestro paseo nos acompañe algún bocinazo que otro. Una alarma sonora para la que los oídos del visitante pueden no estar hechos pero que para sus vecinos resultan de lo más normal, por ello ni se inmutan cuando el claxon retumba a escasos metros de sus tímpanos.
En último plano hacen presencia los rayos del sol que entran por el horizonte, difuminando el colorido paisaje y haciendo que éste pierda fuerza y potencia. Una forma sutil de animarnos a seguir paseando, una manera de recordarnos que Lavapiés es un lugar que merece la pena, y mucho, pasear sin complejos.
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