Aterriza octubre y lo hace con sus atardeceres marrones y melancólicos. Para ello recupero una fotografía que tomé hace ya un tiempo y a la que le tengo un especial cariño. Como siempre, espero que os guste.
No sé si a vosotros también os pasa que, casi por instinto, sacáis la cámara de fotos o el teléfono móvil y tomáis una fotografía básicamente por una corazonada y luego, hasta que no revisar el material en casa no eres consciente de lo afortunado que has sido. Es una definición bastante acertada de lo que me sucedió hará un par de años mientras caminaba distraído por la Calle de Alcalá.
Me ocurre muchas veces, que hay lugares que cada ocasión que transito por ellos tengo la necesidad casi vital de inmortalizarlos. Soy partidario de que cada momento, cada instantánea son únicos. La iluminación, la fecha del calendario, el estado de ánimo del fotógrafo... Todo influye y aporta matices, siempre hay un nuevo motivo para pasear, para seguir captando el Madrid que nos rodea y, por que no, para revivirlo cuantas veces queramos gracias al mágico y evocador poder de la fotografía.
Aquel atardecer, la ciudad se recostaba seria y cansada, el cielo oscuro tampoco invitaba al optimismo. Pero daba igual. El Edificio Metrópolis, el Edificio Grassy y la Iglesia de San José, ese triunvirato que recorta el perfil más inmortalizado de Madrid, seguían desprendiendo un aura místico que era capaz de iluminar por sí sólo una ciudad que se delataba más melancólica que nunca.
Las marrones luces otoñales salpicaban una atmósfera que se dibujaba con tintes ásperos en comparación a lo que habitualmente nos tiene acostumbrados. Creo que no fui el único en captar aquellas emociones. Para cuando me quise dar cuenta tenía una inmensa procesión de taxis delante de mis ojos que, en aquel momento de extraña soledad, me acompañaban desde el asfalto. Poco después reanudé un camino que nunca llegué a abandonar del todo, casi olvidando al instante lo que acaba de ver.
Sólo cuando llegué a casa y miré de nuevo la fotografía me percaté de que en ella confluían tres de los elementos más reconocibles de la capital: Exquisita arquitectura, cielos inquietantes y un tráfico desesperante. Reconozco que me llevé una pequeña alegría. Con sus virtudes y defectos ahí estaba ella, Madrid en estado puro.
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