Mi relación con el Puente de Toledo es similar a la que puedes tener con esa persona que conoces de vista, que incluso te sabes su nombre o algún dato relevante de su vida pero con la que nunca has intercambiado palabra. Me he desafiado cruzarlo varias ocasiones, algo que siempre he llevado a cabo por mi cabezonería, pero siempre regreso a casa con la sensación de que es un lugar melancólico y frío, imagino que porque nuestros encuentros se han producido mayoritariamente de noche. No sé, intuyo que a base de vernos más las caras terminaremos por entendernos pero por el momento, nuestra relación se encuentra estancada, a pesar de que estéticamente me parece precioso.
Orillando sus adoquines siempre nos encontramos las hornacinas de San Isidro y Santa María de la Cabeza, sus elementos más reconocibles y dos hileras de solitarias farolas, que gracias a su luces dan lumbre a esta construcción de 1732, ingeniada por el arquitecto Pedro de Ribera. La imagen de la que me quiero hacer eco hoy es obra de Madrid Street Photo y reconstruye a la perfección el conciso recuerdo que tengo dentro de mi cabeza de este taciturno lugar.
Guardo la sensación de que este puente más que salvar el desnivel y cauce del Manzanares une dos ciudades mellizas, que no iguales. A un lado, el Madrid que más conozco, mi zona de confort, el escenario de mis eternos paseos. Al otro extremo del horizonte una metrópolis casi desconocida para mí, que a pesar de seguir llamándose Madrid me resulta lejana y extraña. Alabo especialmente esta imagen porque atrapa las sensaciones que percibo cuando me dejo caer por aquí, menos de lo que debiera, lo reconozco. Un paso histórico al que me temo, ni el calor de mil farolas, podrá ablandar el corazón. Al menos de momento.