En gran parte de las novelas mencionadas en este texto, el arte no aparece como un elemento encerrado en el museo o la galería para satisfacer la curiosidad cultural, sino que acontece en la vida de los personajes y afecta a su realidad. Hay un antes y un después del contacto con la obra. El arte penetra en el espacio cotidiano, lo toca, lo agita y lo altera. El arte transforma la vida. Podría decirse que, en cierta manera, tiene sentido, actúa, emociona, conmueve…, «funciona». Y una de las claves de este «funcionamiento» es que los escritores se sitúan en el espacio del espectador y describen la experiencia estética. Es lo que ocurre, por ejemplo, en 10:04 (2014), de Ben Lerner; Punto omega (2010), de Don DeLillo; o Kassel no invita a la lógica (2014), de Vila-Matas. El personaje está frente a la imagen, observándola, experimentándola, y no sólo analizando su discurso crítico, sino dejándose llevar por lo que la obra sugiere. La obra que se contempla no está desconectada del relato, sino que ocupa un lugar en la sucesión del antes y el después. El personaje entra al museo con su mundo de vida y, después de la observación, la obra viaja con él. No hay una desconexión de los espacios ni de los tiempos, sino una superposición. El arte es un elemento más del discurrir del relato, una parte más de la vida. Su capacidad de actuación proviene, precisamente, de su conexión con los tiempos de la experiencia vital.
Este situarse del lado del espectador a través de la búsqueda de vínculos con el mundo de vida es una de las diferencias más palpables entre la escritura de la novela y la escritura crítica. Y es que, cuando nos acercamos a las obras de arte como críticos de arte, solemos perder la relación con la experiencia, con lo que traemos con nosotros y con lo que nos llevamos después. Observamos las obras como un todo cerrado situado en un lugar fuera del mundo y las analizamos despiezándolas, como si estuvieran en una mesa de autopsias. Cuando leemos un texto de crítica de arte, nos encontramos allí la obra abierta en canal, descompuesta, analizada, pero desactivada. El texto la desactiva igual que lo hace la institución. La novela —la narración de la historia y la experiencia— y las formas no analíticas de escritura, en cambio, afrontan el arte en su terreno, que no es otro que el de la experiencia del espectador. Una experiencia que, como críticos de arte, muchas veces dejamos de lado, usando la escritura casi como una especie de armadura para protegernos de las obras. Y esa desafección crítica —aparte de negar la subjetividad del escritor— acaba negando muchas veces la potencia transformadora del arte. Los textos aparecen como discursos racionales, aunque nada de lo que decimos se incorpora a la experiencia estética.
Después de varios años saltando entre la narrativa y la crítica de arte, he podido constatar esta diferencia fundamental a la hora de dar cuenta del alcance de la obra de arte. Cuando escribo ficción y utilizo el arte en la narración, cuando el arte es lo que me rodea —lo que rodea al personaje de la ficción— y no lo que está colgado de una pared, aislado del mundo, siento que funciona. Cuando me dedico a él como crítico de arte y soy yo el que lo rodea, siento que lo desactivo. En un caso, dejo que el arte afecte a la experiencia —a la real o a la de ficción—; en el otro, de modo inconsciente —porque la «disciplina» del texto lo condiciona—, me sitúo fuera de campo. Es como si, ante las obras, tuviera dos opciones: estar fuera, buscando la distancia crítica, o dentro, nadando en la experiencia. Ambas posiciones son necesarias. Y lo que me gustaría —lo que intento— es encontrar un punto de cercanía-lejanía, un estar fuera y al mismo tiempo dentro, una forma de escritura capaz de acercarse al fenómeno artístico sin perder el sentido último de que el arte es acerca de la vida.
Por supuesto, no defiendo aquí un abandono de la crítica de arte; cada disciplina tiene su contexto de actuación. Pero sí me interesa señalar que hay un aspecto esencial del arte —la experiencia afectiva— que está presente en la novela y que se escapa a la crítica de arte. Y que los críticos de arte pueden —podemos— aprender algo de los narradores acerca del modo en que el arte se desenvuelve y actúa en sus escritos: hacer que el arte funcione como funciona en las novelas, que muchas veces se convierten en laboratorios, en el sentido ofrecido por Laddaga, donde es posible imaginar «cómo funcionaría el arte si realmente funcionara». Porque —y que me perdonen los colegas de profesión; los críticos, digo— tengo la impresión de que son los escritores los únicos que de verdad toman en serio la potencia del arte. Y que en sus creaciones la despliegan y la ponen en juego, convirtiendo los textos en museos sin paredes donde arte y vida se conectan.
Miguel Ángel Hernández
«La novela como laboratorio:
espacios de contacto entre arte y literatura»
Cuadernos Hispanoamericanos
1 enero de 2019
Foto: Miguel Ángel Hernández, por Belén Campillo
en Cuadernos Hispanoamericanos