N o hay discusión sobre la eutanasia donde no surjan los 'medios extraordinarios', aunque hablando de tecnología médica, el adjetivo 'extraordinario' sea una sandez. Así como las novelas de ciencia-ficción están llenas de artilugios fantástico/milagrosos (la máquina del tiempo, un robot perverso), la tecnología sanitaria simplemente existe o no existe. Si existe, habrá pocos aparatos, serán carísimos o difíciles de manejar, pero se usarán -ya lo creo- cada vez más y con más soltura.
No hay congreso médico donde no salga a colación la 'limitación del esfuerzo terapéutico'. Para mayor claridad y menos cursilería, traduzca usted esfuerzo por tecnología. ¿Dónde está el límite, si es que lo hay, para aplicar tecnología médica? Veremos que, en el fondo, se trata de responder a una pregunta más directa: '¿Para qué?'
Como todo organismo complejo del planeta Tierra, un ser humano exige un flujo incesante del preciado gas llamado oxígeno. Si el enfermo no lo respira por sí mismo, lo enchufamos al respirador y vadeamos la espantosa angustia. El respirador, una máquina que no tiene nada de extraordinario: hay decenas en cualquier hospital de medio pelo. Enchufarlo es una pijada, la cuestión gorda es ¿para qué?
Como todo bicho complejo, el humano necesita sangre circulante. Para ir tirando, sabemos fabricar una mezcla, aproximada pero competente, así que canalizamos una vena y ¡allá va! Suero, glóbulos rojos, plaquetas, proteínas de la coagulación... lo que sea menester, en cantidades industriales. ¿Que la patata haraganea y deja de bombear? Pues hasta el corazón artificial tenemos a mano, que sí, que cuesta un forrón, pero conectarlo es banal en comparación con la pregunta ¿para qué?
Ahora toca jamar, meter combustible para que músculos y cerebro chisquen. Si usted no puede hacerlo, le instalan un tubo de plástico en la andorga -nutrición enteral- o le enriquecen el suero con batido de chocofrutas -nutrición parenteral-. ¡Ah, no me diga! ¿Le vendría bien una escobilla para desatascar la coronaria, quizás un porexpán que le ciegue un aneurisma cerebral, acaso una nueva cadera de titanio y más cemento que el Arco de Triunfo? Pues no se prive, que son recursos más rutinarios que extraordinarios, pero dígame ¿para qué?
Se le petrifican los pulmones a un currante del asbesto. Te largan una hamburguesa séptica y los riñones te hacen plof. El hígado de un dominguero imprudente se hace fuagrás por zamparse la seta que no era. En plena OPA hostil, al ejecutivo de película le flaquea el músculo cardíaco. La radiación de Chernóbil te deja la médula ósea como el desierto del Kalahari... Catástrofes, todas ellas, que se resuelven trasplantando el órgano fallón. El trasplante será un quebradero de cabeza (buscar donante, combatir el rechazo) y costará una pasta gansa, no lo niego, pero ya es pura rutina. Hasta que salta el dichoso ¿para qué?
Serrar un hueso, extraer el órgano churretoso y reponer otro más fresco... ¡Leches, duele! Afortunadamente, disponemos de morfina, y la usamos a paladas, sin ser nada extraordinario. Al sajar la panza, perforar los sesos o inocular quimioterapia, ¡abrimos una autopista para bacterias! Menos mal que la penicilina de Fleming ya es solo uno de muchos antibióticos. Crisis epilépticas, horribles espasmos. Ajá, pues inducimos un estado de coma, transitorio y reversible, hasta que las neuronas se aquieten.
Antibióticos, nutrición parenteral, transfusiones, prótesis, el corazón artificial, un trasplante multiórgano, quimioterapia, insulina por kilos. Nada extraordinario, son pura rutina, en espera de que el cuerpo se restablezca. Ni el coma inducido resulta extraordinario: se practica todos los días en víctimas del tráfico, del ictus o de la amable doctrina de un pacífico yihadista. Son tecnologías complejas y costosas, incluso acarrean complicaciones que al enfermo se las hacen pasar negras, pero en definitiva solo se trata de usar todas las armas disponibles, en un trance sombrío que, sin embargo, nos deja opciones de victoria. Eso sí, recuerde que aún subsiste el pesadísimo ¿para qué?
Enfoquemos ahora racionalmente el caso de Alvyn, la criatura británica que estos días abre/cierra el telediario. Un niñuco de apenas 2 años, con un desarrollo menos que precario, por culpa de una degeneración cerebral gravísima e irreversible. Meses de agonía desembocan con su cuerpecillo incrustado en un respirador. Cuando lo desconectan, inesperadamente, vuelve a respirar. Alguno pide que lo enchufen de nuevo. ¿Para qué, si respira solo?
Gente desinformada y obcecada pide esto y lo otro y lo de más allá. Pide más tecnología para que el cuerpecillo se mantenga inerte, pero con las constantes estabilizadas. Pide que al cuerpecillo descoyuntado fluyan el oxígeno y la sangre, aunque nunca prospere una mente humana. Esa gente no repara en que 'humanidad' significa extasiarse por una sinfonía, llorar por un poema, discutir qué es el alma, proyectar edificios, ciscarse con un helado de chocolate, compadecer al enemigo -o degustar la fría venganza-, gozar salvajemente con el triunfo deportivo; viajar, siquiera con la imaginación, aprender idiomas, cuestionar a Dios por sus desatinos.
Si un cuerpo inerte nunca podrá hacer esas cosas, ¿para qué, la tecnología? Piense usted muy bien su respuesta. Si llega a la íntima convicción de que es 'para nada', estará usted en el acrónimo LET: limitación del esfuerzo terapéutico. La pura constatación de que la tecnología, no siendo extraordinaria, sí puede ser fútil, dañina, hasta inhumana. En el niñuco británico, al cabo de una agonía que nunca dejaría de ser agonía, ya no había tecnología -ni en el pagano Londres ni en la santísima Roma- que evitase la respuesta 'para nada'. No es extraordinario. Ocurrirá todos los días mientras no seamos inmortales.