Por Fernando Tinajero | [email protected]
(Publicado originalmente en diario El Comercio, Quito, el 17 de marzo de 2016)
En la primera página de “Otras inquisiciones”, Borges evoca al emperador Shih Huang Ti, cuyo nombre está asociado a la decisión de llevar a cabo dos operaciones que se anulan mutuamente, no solo por sus gigantescas proporciones, sino también porque persiguen fines contrapuestos. La primera fue la de construir una muralla indestructible; la segunda, la de quemar todos los libros. “Históricamente –escribe el genial argentino–, no hay misterio en las dos medidas. Contemporáneo de las guerras de Aníbal, Shih Hung Ti, rey de Tsin, redujo a su poder los Seis Reinos y borró el sistema feudal; erigió la muralla, porque las murallas eran defensas; quemó los libros, porque la oposición los invocaba para alabar a los antiguos emperadores.”
La finalidad inmediata de la primera operación tiene, sin embargo, una notoria consecuencia a largo plazo, y es probable que aquel lejano emperador la haya vislumbrado sin querer confesárselo a sí mismo: una muralla que alcance las dimensiones suficientes para cercar un país desmesurado estaba llamada a ser un testimonio inolvidable de la presencia de Shih Hung Ti, y en el más lejano futuro, en el que sería propio de la más remota descendencia del desaforado constructor, habría de representar irrefutablemente el pasado. La segunda operación tampoco se limitaba a la perversa estrategia de privar a sus enemigos de un arma poderosa: igual que su contraria, era una medida que tenía una consecuencia lejana, y consistía en abolir para siempre el pasado borrando absolutamente su memoria. Consideradas en conjunto, las dos operaciones ejecutadas por aquel emperador implicaban la supresión del pasado pero su paralelo recomienzo. Destinada a inmortalizar un pasado que ya no tenía precedentes, la muralla podía convertir a Shih Huang Ti en el comienzo y el origen de la historia.
A lo largo del devenir del mundo, las operaciones casi infinitas ordenadas por Shih Huang Ti se han repetido bajo formas diversas, y lo han hecho sobre todo cuando los pueblos han emprendido aquellos procesos necesarios e inevitables que solemos llamar revoluciones, aunque no siempre lo sean. No es exagerado, por lo tanto, decir que toda revolución tiene un Robespierre, pero también un Napoleón: el primero pretende abolir el pasado al suprimir la monarquía y decapitar a toda la nobleza; el segundo, crea una nueva aristocracia de plebeyos y restaura la monarquía. Todo proceso de cambio culmina de este modo en el establecimiento de un Estado de conservadurismo indiscutible: pródigos en leyes, tales Estados esperan inmovilizar el tiempo para que el futuro sea la repetición del presente mediante la aplicación sempiterna de la ley. Hay pasados grandiosos, sin embargo, que en palabras de Olmedo “ludibrio son del Tiempo / que con su ala / débil las toca y las derriba al suelo”; pero también hay uno que no desaparece: no es, por cierto, aquel de los emperadores de soberbia sin medida que buscar inmortalizarse en obras descomunales, sino el pasado silencioso que los libros vuelven siempre al presente para que viva entre nosotros.
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