Empezamos el veraneo como siempre. A trompicones. Ya decía yo que esto de veranear no es moco de pavo. No pasa una de hacer malabares con la vida diaria a convertirse en un lagarto de sol sin sufrimiento. Hacerse veraneante es un proceso darwiniano y sólo los especímenes mejor equipados salen airosos. Llegamos a Marbella el sábado a las tres de la tarde. Deshice las maletas y le solté la montaña de ropa sucia de cinco días de periplo en furgoneta a mi madre. Delegar las labores del hogar es el primer paso de mi metamorfosis a mojón de playa. Y lo hago divinamente. Ni una pizquita de remordimiento al ver a mi madre dándole caña al Kalia sin descanso.
Luego tuvimos una sesión piscinera bastante apañada sobretodo porque dejamos a La Cuarta con los abuelos que a cada brazada nos decían adiós desde el balcón. Este ritual de saludarse efusivamente cada vez que te zambulles es cansino pero como te pilla con la ilusión del recién llegado lo soportas con gracejo. Por la noche los abuelos entregados se quedaron con las cuatro y nos fuimos a cenar a Puerto Banús con El Soltero y El Socio y su mujer. He dicho Puerto Banús. Y he dicho Sábado. Nunca mais.
Domingo in the morning. Nuestro primer día con abuelos en turno de desayunos preparados todos para dormir a pierna suelta. Pero a las siete cero cero se dispara la alarma de El Marido inmisericorde. Él que todavía tiene más alcohol que sangre en las venas tarda más que La Cuarta en reaccionar y yo me encuentro bebé en brazos disfrutando despierta de mi primera mañana para dormir. Para matarlo. Lentamente. Finalmente se levantan mis padres, les endiño el bebé y me vuelvo a la cama. Me despierto por segunda vez a las diez y me encuentro un panorama desolador de zafarrancho de piscina. No me dejan tomarme ni el café y ya me están metiendo la toalla entre los dientes. Por lo visto hay una lucha encarnizada por las tumbonas que no podemos perder.
Media hora después estoy haciendo guardia junto a la sombrilla repartiendo crema protectora a destajo y de un café que ni Manolo Valdés. Amenazo a mi familia con abortar la operación veraneo como no me dejen quitarme la legaña tranquila. Si tenemos que tumbarnos en el césped que así sea. Reconducimos la catástrofe y consigo pasar una mañana casi placentera. Por la tarde se nos va la mano con la siesta y nos cierran la playa antes de poder pisarla. Por la noche nosotros y todos los turistas en cien kilómetros a la redonda nos hacinamos en el casco antiguo de Marbella. Ni en San Fermines corre la gente tan junta.
Ayer por fin, después de despedir a El Soletero con lágrimas amargas, conseguimos encaminar algo mejor la rutina veraniega y nos personamos en la playa a las seis y media La Primera, La Segunda, medio millón de medusas y yo. Muy a mi pesar las niñas disfrutaron de lo lindo y salieron casi ilesas. Me temo que tendré que volver. El Marido se tuvo que quedar en la retaguardia por un marrón laboral y le dejé a La Tercera y La Cuarta de muestra para que no se aficione al escaqueo. Por la noche salimos por tercer día consecutivo y pude confirmar que emborracharse me sale baratísimo. Dos sorbos de lo que sea y listo.
Entre tanto estamos con el corazón el puño porque hay una invitada que no llega: mi tía la de cada mes. Hagan ustedes las cuentas que a mí me da la risa. Floja. El veinte de Julio escribí este post y estamos a siete de Agosto. ¿Será posible?
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