La primera nada, la nada finita, era nada antes que todas las criaturas. Por consiguiente, es más antigua y fuerte que la criatura: porque mis días nada son. Así, la criatura hecha de la nada con una esencia contraria a ella podría ser vencida por la nada y devuelta a ella, pues nada permanece bajo el sol (...).
La segunda nada es infinita y dirigida contra Dios, como el no ser eterno contra la esencia eterna. Esta inmensa nada es el peor de todos los seres y una suerte de no ser. De ahí el dicho común de que nada es peor, como está escrito, que aquel que es mezquino consigo mismo. (...) Ciertamente Dios no ha creado de sí esta inmensa nada, pues de lo contrario podría crearse un nuevo dios o un ente inmenso, igual al verdadero Dios en detrimento y desdoro de su loor y dignidad (...). Por tanto, esta inmensa nada es tan mala que Dios no debe crear nada de ella. Con todo, una criatura perversa abusa a voluntad de la antedicha nada infinita. Tal fue el abuso de Lucifer cuando ascendió y quiso ser semejante al Altísimo.
La misma pésima nada está unida a la humanidad malévola a causa de la naturaleza de la primera nada a partir de la cual ha sido hecha. De ahí que nosotros, mortales, no nos inclinemos al bien, que está más lejos del hombre, sino al mal, es decir, al pecado y a la destrucción, el cual está más cerca y mora en nosotros. Y aunque el espíritu humano debe impulsarse a sí mismo y a su cuerpo hacia el bien, sin embargo el cuerpo ha quedado envejecido y corrompido por su propia malicia, de modo que por él el espíritu está enormemente cargado y es arrastrado hacia la región inferior, hacia el mal, pues la habitación terrenal deprime al alma. Así lo estableció San Agustín: Más puede el mal arraigado que el bien inusitado (Malum inolutum plus valet quam bonum insolitum).
Berthold de Chiemsee