Revista Cultura y Ocio

La princesa de benevento

Por Orlando Tunnermann
LA PRINCESA DE BENEVENTO
LA PRINCESA DE BENEVENTO

La tercera candidata al puesto de institutriz había servido durante más de diez años en el flamante castillo de Beauregard, perteneciente al duque de Orleáns. Portaba consigo referencias inmejorables y, lo más importante, venía acompañada de su hijo, Hubert.
La princesa de Benevento le contempló entusiasmada, con su sempiterno ademán beatífico en un rostro que parecía iluminado por la divinidad. Tenía la mirada perdida, como la de una lunática desnortada sumida en un perenne estado místico de éxtasis espiritual.
Suspiraba con frecuencia, con tal histrionismo, con tal dramatismo, que parecía su alma presentir el advenimiento de días aciagos.
Su mirada azul se elevaba hacia los inalcanzables techos suntuarios del castillo de Valençay cuando caía presa de augurios funestos.
Helene Duboise fue conducida hasta el fascinante y diáfano Salón azul, donde esperaba ya la princesa de Benevento, enfundada en un sublime vestido de gala de tonalidad análoga al mobiliario dispuesto con mayestática elegancia en la inmensa sala.
Sostenía entre las manos albas, ávidas de luz solar, una partitura.
Pero su mirada no buscaba entre las notas a la musa creadora del compositor, sino que volaba libre más allá del limbo y las estrellas, conjugada con una expresión facial de avistamiento celestial y plática con los heraldos de Dios.
La belleza de su semblante inmaculado conformaba una estampa gloriosa que alcanzaba el apogeo en la sedosa cabellera dorada que caía en graciosos bucles sobre sus níveos hombros desnudos, acaso “regañados” con el azul furioso de su vestido.
La entrevista comenzó como un diálogo desapasionado y ajeno al verdadero motivo de la cita. Helene se apercibió de que la conversación sólo se agitaba, sacudida por una brizna de solapada emoción subterránea, cuando la princesa acometía preguntas referentes a Hubert.
Su hijo, rubio, ligeramente pecoso, siempre atildado e impecable su indumentaria, había logrado encandilar a la distinguida dama de tal modo que el asunto sobre su contratación se replegó sobre su propia concha, como un apéndice subalterno y molesto.
Hubert sonreía apocado cuando escuchaba su nombre brotando de los labios encarnados y brillantes de aquella mujer tan hospitalaria y dadivosa que le había regalado un enorme paquete decorado con un lazo de colores.
Lo abrió con jubilosa algazara, mientras su madre departía con aquella desconocida tomando té con galletas danesas en unas preciosas tazas orladas con filigranas doradas.
El niño chilló eufórico al descubrir en el interior del paquete un copioso conglomerado de juguetes dispares.
-Me alegra que a Hubert le haya gustado tanto mi regalo. Quiero que os sintáis desde el primer momento como en vuestra propia casa.
La dicción de la princesa era sencillamente exquisita y refinada.
-¿Significa eso que me da el puesto? –Inquirió modosa Helene-
La actitud de la princesa parecía errática y veleidosa. Era obvio que sus ideas iban y venían con la singularidad caprichosa de los orates.
-Sólo lo significará si comienzas a llamarme Marie –Le reconvino cariñosamente-
-Muchas gracias, Marie. Será un placer para mí trabajar en esta casa y cuidar del pequeño Robin.
El hijo de la princesa Benevento padecía una enfermedad rara y le quedaban pocos meses de vida. Eso decía su madre con una insistencia rayana al anhelo.
Helene lo cuidaba con primor devocional, lo mismo que si fuera sangre de su sangre. Su padre, Charles Maurice Telleyrand, jamás aparecía por palacio, alegando sus inexcusables ausencias a menesteres apremiantes e ineludibles inherentes a su posición social.
Helene lo había visto tan solo un par de veces. En su rostro pálido y macilento se reflejaba la honda huella de la abulia, a consecuencia de la desesperación y la abdicación, al contemplar cómo se extinguía día a día la incipiente mecha vital de su pequeño futuro heredero.
Marie, su esposa, parecía haber rejuvenecido una década desde la llegada de Hubert, a quien había acogido con el desespero de la madre que recuperara milagrosamente a un hijo que se hallara en el umbral de la muerte.
Rara vez se interesaba ya por su vástago moribundo. Todo su tiempo lo dedicaba ahora al nuevo huésped, hijo de su sirvienta.
Helene comenzó a desfallecer como una vid deshojada a los pocos días de su incorporación al puesto de institutriz. Su malestar germinaba con puntualidad británica poco después de que Marie le sirviera cada día un delicioso té de menta.
Las tacitas, ricamente ornamentadas con filigrana de oro, mostraban una escena de cortejo de un galán trasnochado y una dama de alta alcurnia. Marie se le antojaba a Helene especialmente irritable e impaciente en esos breves incisos de solaz compartiendo un té como dos buenas amigas.
Se consumía la llama del infausto Robin y a la zaga, volaba también al alma condenada de Helene, que observaba cómo se agotaba y quedaba pronto extenuada, sudorosa, temblorosa y febril.
La princesa Benevento pasaba la mayor parte del tiempo fuera de palacio junto a Hubert. Le estaba robando la vida, y de paso, a su hijo. Suplía éste al que estaba a punto de perder; el hijo legítimo que ya consideraba desahuciado y por quién, al igual que su padre, no mostraba el menor interés.
Helene se apercibió de lo que estaba acaeciendo a su alrededor la tarde en que apareció en escena la nueva institutriz: Florienne Merchand.
Era una mujer mayor, experimentada y eficiente. A través de los visillos de su alcoba la espió con creciente ansiedad. Paseaba por los flamantes jardines de Valençay con la princesa. Hubert iba cogido de su mano. Parecía feliz, parecía haber olvidado ya el rostro de su verdadera madre.
Incluso Marie parecía haber recuperado ligeramente la cordura. La locura había comenzado a desalojar el campamento permanente en el semblante de la engolada dama. Furiosa, débil y enferma, se dirigió con paso tambaleante hacia sus regios aposentos.
Ya nadie se ocupaba del pequeño Robin. Se esperaba su deceso en los próximos días. Ella misma seguía idéntica vereda… lo sentía en cada fibra de su cuerpo.
La alcoba estaba vacía; tenía un aire decadente, taciturno, como el alma desahuciada del moribundo infante. Helene registró los cajones del prolijo mobiliario oscuro y extremadamente barroco.
No se sentía cómoda profanando el santuario privado de la princesa, hasta que halló en el interior de una caja de lata amarilla de bombones belgas, decorada con cenefas rojas, media docena de frasquitos de cristal que contenían cianuro líquido.
Junto al letal cargamento había también una taza de té, ¡su taza de té! ¡Ahora lo entendía todo! Se había despejado la bruma y las nubes procelosas. Emergía radiante el sol, pletórico de esperanza. Helen salió de allí corriendo, en busca del flemático Telleyrand. Barruntaba ya un plan maquiavélico, pero no podía hacerlo sola…
SIETE MESES DESPUÉS
Charles Maurice Telleyrand lucía más dichoso que nunca junto a su recién estrenada esposa, Helene Duboise.
Era una muchacha de apariencia apocada, rubia, delgada, menuda, facciones aniñadas y porte servil. Tenía los ojos verdes como las aceitunas de Jaén. Era bella, sin preponderancias ni epítetos mayúsculos. Dimanaba de su persona un aura de serenidad y bondad naturales, sin imposturas.
Paseaba junto a su esposo por los jardines exteriores del castillo de Valençay. Les acompañaban Hubert y Robin. Ninguno de ellos parecía infausto por la pérdida, tres meses atrás, de la princesa Benevento.
El dictamen forense jamás pudo concluir de manera determinante que la causa del repentino óbito se debiera a una sobredosis de cianuro. Se murmuró durante semanas de una conspiración y unas tazas de té envenenadas que nunca aparecieron.
También estuvo en boca de todos la milagrosa recuperación de Robin, y se decía que la propia institutriz que lo había atendido había enfermado a los pocos días de su llegada a Valençay.
Telleyrand y Helene eran felices y si pensaban alguna vez en Marie era para recordarla con horror y amargura, como la mujer desquiciada que envenenó a su propio hijo con cianuro y después a la institutriz que trataba de sanarlo para arrebatarle a su hijo.
VÍCTOR VIRGÓS. BIBLIOGRAFÍA: "LA CASA DE LAS 1000 PUERTAS" WWW.AMAZON.ES (FORMATO ELECTRÓNICO)

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