Muchos años llevamos hablando y comentando las costumbres milongueras y hasta hoy nunca se nos ocurrió publicar sobre las practicas religiosas de los habitué de la "milonga del Oriental"- la milonga al aire libre con parrilla incluida - cuando llega la semana santa. Básicamente porque el común de los milongueros no suele ser gente muy devota. Es más, parece solazarse en la pertenencia a una caterva de malditos, desposeídos, negadores de la luz y abominadores de esa paz familiar que impone la televisión. El milonguero es en esencia un obseso más, entre los muchos que habitan este mundo. Y como todos se cree especial, un poco bandolero y rufián. Un elegido. Y como tal es impermeable a fiestas señaladas que no sean encuentros netamente tangueros.
Pero Riquelme, el dueño de la milonga, además de un comerciante inescrupuloso capaz de aguachear el vino - que es malo de por si y provoca convulsiones y visiones entre los turistas y quienes se acercan por vez primera al Oriental - malversar el champan, y menguar el relleno del choripan, tiene una veta religioso -mística. Todos los jueves santos se va en peregrinación a la cima del Uritorco y allí, crucificado en dos palos puestos en la tierra - que con la edad se han ido transformando en colchonetas - se queda esperando una respuesta divina, un contacto extraterrestre que no sucede, o un milagro que le permita multiplicar sus chorizos parrilleros mientras se alimenta con cardos y yuyos y lava las infamias pecuniarias acumuladas durante todo el año.
En su milonga mientras tanto, que queda a cargo del uruguayo Pococho se procede a la tradicional cena de viernes santo, con verduras hechas a la parrilla, fabulosas picadas de quesos variados, chipá, papas fritas, olivas y salmón y las tradicionales empanadas de vigilia de atún o espinaca, junto con la consabida tarta pascualina, que se hace con acelgas, micuit, pollo, parmesano, cebolla y huevo. Banquetes aderezados con un vino dulzón que parece provenir de la bodega de algún monasterio.
Los milongueros suelen venir con vestimenta y comportamientos contenidos y sombreros lucidos de ala ancha, en contraposicion con los capirotes al estilo Ku-klux-klan que suelen verse en las procesiones de España. Luego de cenar van desperdigandose por la pista y a las doce en punto comienzan su particular procesión por las calles de la ciudad, llevando en volandas las imagenes de San Finito Escabiandin, el patrono de los milongueros y los borrachos y santa Remeditos Remersaro, una milonguera que bailaba todas las tandas- y con todos - y a la que se atribuyen hechos milagrosos como que Tiburon Maglieli dejara de girar y Los Pavone comenzaran a bailar en el compás. Así, mientras cada cual va recitando los versos y las suplicas que quiera, para que su baile no se vea nunca afectado por la ebriedad, las lesiones, la soberbia o la edad, se vuelve a la pista del Oriental y se comienza a bailar, solo caminando y sin firuletes "La Bicicleta Blanca" de Horacio Ferrer, esa proeza que habla de fe, de humanidad y de pérdida. Y así comienza la milonga, que dura hasta las tres de la tarde. Quizá porque los milongueros querríamos haber sido también como esos apóstoles, esos marginales, indecentes y mal vistos, carentes de santidad, caraduras, aprovechados y negadores del C
risto amigo de las prostitutas, los poseídos, y los locos. Un grupo de elegidos, compartiendo el pan, el vino y la ceremonia en un momento intimo y acaso definitivo, mientras pasa la noche y se anuncia el otro dios, el sol, que da vida y resurrección a todas las criaturas de esta sufrida tierra.