Revista Educación
El obrero dio unos golpecitos en la puerta. Al oír la respuesta, entró en el despacho. No se sentía intimidado. Llevaba muchos años en la casa y en la pequeña empresa todos se conocían. El patrón era buena persona y le apreciaba. Avanzó hasta la mesa, intercambió unos saludos, se sentó, aceptó el cigarrillo y expuso su problema. Era un problema muy sencillo, muy corriente, muy vulgar: apenas podía vivir con lo que ganaba. Necesitaba más jornal. Su mujer decía que…
El empresario le interrumpió cortésmente:
—¿Has visto anteanoche la televisión?
—No, señor. No tenemos. Precisamente habíamos pensado que a plazos, sabe usted… No para divertirme, ¡qué va!; llega uno a casa muy cansado y mi señora no para. Es que eso del bachillerato radiofónico vendría muy bien a los pequeños… La educación, ya me comprende usted.
—Justo, la educación. Pero todos necesitamos educarnos —mintió amablemente—. Por eso te preguntaba si la oíste anteanoche. Explicaba muy bien que, si suben los salarios sin que aumente la productividad, los obreros serán los primeros perjudicados. ¡Estaba clarísimo! ¿Comprendes?
—Pues… no, señor. Perdone usted. Uno…
El empresario apreciaba sinceramente a aquel obrero. Tenía tiempo, además, para dedicarle unos minutos. Por otra parte, las relaciones humanas…
—Verás. Productividad quiere decir que, trabajando las mismas horas, tú produzcas más mercancía. ¿De acuerdo?
—Sí, señor. Eso lo entiendo. Ya me lo ha explicado mi chico, el mayor.
—Pues ya está. Si tú en una hora, por ejemplo, produces un diez por ciento más, yo puedo subirte el salario ese diez por ciento y eso sales ganando. Pero si te lo doy sin que produzcas más, yo no tengo más remedio que vender más caro. Y si hacemos todos igual, subirán todos los precios y tú saldrás perdiendo. Ganarás más pesetas, sí; pero como todo habrá subido, vivirás como ahora o peor… ¿Te das cuenta?
—Sí, señor, sí. Pero mi chico dice… Bueno, usted perdone.
—Habla, hombre, habla. Ya me conoces; yo siempre estoy dispuesto a comprender las cosas. ¿Qué dice tu chico?
—Es un muchacho… así; algo despabilado. No es malo, ¡eso no!; pero como lee mucho… Bueno, que no es de mi tiempo.
El empresario dio una chupada al cigarrillo y sonrió.
—La cultura, bien entendida, es buena. Pero, en fin, ¿qué dice?
—Pues dice, con perdón, que podrían subirse los salarios aunque no aumentara nuestra productividad.
—¡Vaya, vaya! ¿Y cómo? ¡Si tu chico hubiera visto anteanoche la televisión…!
—Dice que, habiendo buenos beneficios, podrían rebajarse un poco y compensar el salario… Muy poco, claro… En fin, que también hay que mirar la productividad de los patronos
—Y en eso tiene razón, sí, señor. Hay algunos que no se merecen nada. Háblame sin reparo, que ya ves que estoy de acuerdo.
—Pues yo pienso, y usted me dispense, que, si haciendo igual que el año anterior, aquí habían subido los beneficios, como usted dijo cuando nos dio la paga, entonces es que no tenían que haber subido, según eso de la productividad, y compensando…
—Un momento, un momento. ¿Cómo es eso de que no tenían que haber aumentado los beneficios?
—Pues… si aquí se había trabajado como otros años…
—¿Y qué? ¿Es que por eso no ha aumentado mi productividad? Vamos a ver, hombre, ¿qué produzco yo? ¿No son beneficios lo que produzco? ¡Pues entonces, si han aumentado mis beneficios con igual trabajo, es que ha aumentado mi productividad! ¡Está más claro que el agua!
El obrero quedó desconcertado. Aquello no tenía réplica: si el patrón, que sólo produce beneficios, había conseguido producir más, estaba claro que le correspondían más beneficios… Y el caso es que últimamente hasta iba menos por el despacho y se lo hacía todo un abogado joven. No era como en los primeros tiempos del negocio, cuando el patrón no paraba y hasta echaba de vez en cuando una mano. El obrero lo recordaba muy bien; mientras que ahora… Parecía como si cuanta más gente ayudara al patrón y menos sudara él, más productividad tuviera. Eso sí que era suerte.
El patrón miraba a su hombre luchar contra complicados pensamientos. «¡Pobre gente —pensó—. No sirven para más!»
—Parece como si tuviera usted razón —reconoció, al fin, el obrero, levantándose—. Voy a ver cómo puedo aumentar mi productividad.
—¡Eso es! —exclamó el empresario, levantándose también—. Ése es el camino. Cuando lo consigas, te subo el salario. Palabra.
—Muchas gracias. Claro que —añadió rascándose la cabeza— no sé qué hacer más. Yo trabajo con los cinco sentidos, sin perder un minuto. Ya me conoce usted. Como no le eche más horas…
—No, no —sonrió el empresario—. Eso es más trabajo, pero no más productividad. Te llevarás entonces más pesetas, pero seguirás ganando lo mismo por hora.
De pronto, el rostro del obrero se ilumino.
—¡Ya está! Si me cambia usted la máquina, soy capaz de hacer el doble. Las perfiladoras son viejas, de antes de la guerra, ya sabe usted. Si pone de esas nuevas que hay ahora…
—¡Hombre, eso sí que no! Entonces no puedo seguir aumentando beneficios, porque hay que amortizar otra vez las máquinas. ¡Eso es querer subir tu productividad a costa de la mía, hombre! ¡Eso es una explotación! —concluyó medio en broma, medio en serio.
El obrero se quedó intimidado. ¿Cómo iba él a explotar al patrón? Quizá su hijo pudiera explicarlo, pero él temía haber dicho algo desaforado. Iniciando algunas excusas, se encaminó a la puerta. Le detuvo la voz del patrón:
—Para que veas; te lo voy a explicar todo. Habría otra manera de que, sin subir los precios, cobráramos más tú y yo. Si el gobierno me rebajara los transportes, o la luz, o la gasolina, esa rebaja nos la podríamos repartir entre nosotros.
—Es verdad. ¿Y por qué no rebaja todo eso el gobierno?
El empresario movió tristemente la cabeza.
—Ahí está. Tendría que aumentar su propia productividad.
—¿Y no…?
El obrero no continuó ante la mirada abatida del patrón, que sentenció con voz oprimida:
—No.
—O sea —dijo el obrero al cabo de un rato—, que la única productividad que cuenta para eso de los salarios es la mía.
En silencio, el empresario abrió los brazos en ese gesto desalentado que hacemos ante lo que está más allá de nuestras fuerzas.
El obrero se dirigió a la puerta. La abrió.
—¡Qué se le va a hacer! —dijo. Y se despidió dando las gracias. La verdad es que el patrón no podía hacer nada. Y había estado la mar de amable.
—Oye —le retuvo el empresario—, cuando anuncien otro día cosas de éstas por la televisión, que venga tu chico si quiere.
—Muchas gracias.
—Aunque —bromeó— a lo mejor prefiere ver el fútbol. Los muchachos…
—No, señor; gracias. Mi chico no va al fútbol.
—¿Qué hace entonces?
—Lee; ya se lo he dicho. En cuanto tiene un rato libre, ya está con un papel en la mano. Lee hasta en francés. Periódicos…
—¡En francés! —repitió el empresario, moviendo la cabeza, dubitativo—. Pues leer tanto no es sano. Los chicos a la edad del tuyo necesitan aire libre y vida sana. Eso, vida sana. ¡Deporte, mucho deporte! Leer así, la verdad, no es sano.
El empresario volvió a entrar en su despacho y cerró la puerta tras de sí. Se sentía sinceramente inquieto por el problema familiar de aquel obrero, a quien de verdad apreciaba. Tenía que hablarle un día; explicarle que los muchachos se descarrían fácilmente, les entran ideas raras y luego, en el caso menos malo, se pasan la vida amargados si no tiran a algo peor.
Sus últimos artículos
-
Inteligencia artificial y la destrucción de empleo (la cuarta revolución industrial).
-
Los robots deberían de cotizar a la Seguridad Social.
-
La robótica enviará a millones de trabajadores al paro. ¡Qué coticen los robots!
-
El trabajo fijo y seguro es un concepto del pasado hay que volver a la eclavitud...