Como ya pudimos comprobar en La clase, de Laurent Cantet, una correcta película casi documental, una de las grandes preocupaciones de los franceses es la educación que están dando a sus hijos. Especialmente cuando hablamos de instituciones públicas, que deben acoger a un alumnado cada día más multicultural, con los conflictos que esa circunstancia puede conllevar, sobre todo cuando los jóvenes son hijos de los suburbios.
Para Anne Gueguen, una veterana profesora de Historia y Arte, su labor profesional no resulta fácil, ante la desmotivación de la mayoría de sus alumnos. Su clase es un microcosmos de las tensiones raciales, religiosas y sociales de la Francia de hoy y los muchachos se dejan llevar por los tópicos que definen la pertenencia a una determinada comunidad, sin intentar comprender o profundizar en la realidad del otro. El tiempo de las clases parece tiempo perdido ante la insolencia y falta de respeto que muestran los estudiantes. Sin embargo, ella es una mujer que ama su profesión y se le ocurre una idea capaz de motivar a su clase: participar en un concurso estatal cuyo tema es la memoria de la Resistencia y el Holocausto. A pesar del escepticismo mostrado al principio, los muchachos serán capaces de implicarse en esta misión colectiva y aprenderán a entusiasmarse y a emocionarse en la búsqueda de la verdad de un determinado periodo histórico del que apenas contaban con superficiales referencias.
El argumento de La profesora de Historia puede sonar a tópico y lo es. Lo importante es la manera de desarrollarlo. En el caso de la película de Mention-Schaar el comienzo es modélico, en cuanto a la presentación de personajes y el ambiente que se vive día a día en el instituto, entroncando con otras producciones similares que denuncian las carencias en educación pública del país galo. Lo que sucede es que el cambio de actitud de los alumnos, cuando empiezan a trabajar en el Holocausto, se produce de manera tan rápida y radical que parece cosa de magia. De pronto, los que parecían destinados a ser carne de conflicto social en un futuro próximo se convierten en alumnos modélicos que no solo investigan en lo que sucedió en su país setenta y cinco años atrás, sino que son capaces de implicarse emocionalmente por el destino de las víctimas. El momento culminante llega - y hay que reconocer que esta escena está dirigida con mucho oficio - cuando la clase recibe la visita de una auténtica víctima que sobrevivió al campo de Buchenwald: pocas veces se tiene la oportunidad de asistir a una lección de historia impartida por alguien que la sufrió en sus carnes.
Así pues, La profesora de Historia es un filme impecable desde un punto de vista moral, cuya pretensión de prevenir los conflictos del presente con las lecciones del pasado está expuesta con voluntarismo, aunque de manera demasiado básica. Quizá la directora debería haber profundizado un poco más en la relación cotidiana de los alumnos entre sí y no dejar cabos sueltos tan evidentes como el del joven recién convertido al islam , que vigila con celo la asistencia a la mezquita de sus compañeros musulmanes y se horroriza ante un proyecto que ensalza a sus enemigos judíos. Está bien que al final triunfen la tolerancia y el multiculturalismo, pero si el camino fuera tan sencillo como se expone en esta película, el problema del polvorín que son hoy en día ciertos barrios periféricos de las ciudades francesas se habría resuelto hace ya mucho tiempo.
Todo esto no obsta para que la película me deje una reflexión, a pesar de todo. Y es que la manera que tienen la mayoría de los países europeos de enfrentarse a las páginas más negras de la propia historia dista mucho de lo que se hace en nuestro país desde estamentos oficiales. Produce sana envidia que en la país vecino exista un premio escolar dedicado a quienes dieron su vida luchando o siendo víctimas del nazismo. Aquí todavía hay demasiados colectivos que siguen considerando a Franco como el modernizador de nuestra economía que a su muerte nos regaló la democracia.