–“Abra la
puerta”.
Y el pánico afloró como aquella última vez,
hacía ya años.
La secretaria
acercó la llave a la cerradura.
–“Ay,
perdonen. Me he equivocado. No era ésta. Vuelvo inmediatamente con el otro
llavero”. Y se alejó rápidamente
por el pasillo, sus tacones resonando en el piso de madera.
El Empleado se
asomó a la puerta de su despacho. Mil pensamientos se agolpaban su
cabeza, a punto de estallar. No podía estar sucediendo.
Se acercó a la ventana, y un pensamiento infinito le llevó a aquella primera vez, hacía años, cuando leyó una novela que, por alguna vía que ya no recordaba, había llegado a
sus manos: "El caso de la Pensión Padrón". Un
cadáver entre colchones. El cadáver. Otro
cadáver.
–“¿Señorita, ha encontrado usted la llave?", insistían, alzando la voz hacia el fondo del pasillo. - “¿Necesita ayuda?"
El Empleado, desde
luego, no necesitaba ayuda. Nunca la había
necesitado. Llevaba 40 años trabajando y nunca había necesitado a nadie.
Tampoco había tenido mucho estorbo. En una Agencia como aquella
(periférica, pública, sin grandes requerimientos)
el reemplazo era inexistente. El último asesor,
recientemente contratado en su departamento, se había
incorporado con un intervalo de 15 años tras el inmediatamente anterior. Las
peleas internas habían creado un ambiente enrarecido, desagradable, rancio, opaco. A
algunos, como aquel pobre que acababa de entrar tras 15 años de inamovismo, el aire a viejo les resultaba irrespirable.
Aquel atisbo de profesionalidad que mostraban todos en los primeros años, simple espejismo quizá de la
juventud, había muerto hacía ya demasiado tiempo, para ser
sustituido por un terrible sentimiento que los expertos habrían llamado envidia. Y el pobre nuevo, en el que la profesionalidad
no era un espejismo sino el fruto de una formación
especializada en el mundo literalmente "exterior", sufría la condena de la incomprensión, la
venganza del ignorante, el desdén del mediocre. Porque era eso en lo que
se habían convertido todos los demás: en unos
mediocres.
–“Pero bueno, ¿No encuentra usted la llave, no puede abrir la puerta? ¿Quiere que llamemos a un cerrajero?”, las voces
interrumpieron sus pensamientos.
–“La
llave", murmuró. -“La puerta".
La secretaria llegó, casi corriendo, con la llave en la mano. El cerebro del Empleado
hervía ante la perspectiva de que abrieran la puerta. Quizá ya era hora.
Pero su mente
divagaba otra vez. Se había despistado. Tendría que haber actuado a tiempo, pero la posibilidad de una nueva
contratación no se le pasó por la cabeza. Ahora, el Director
esperaba en la puerta; esa misma puerta que el Empleado había cruzado
tantas veces.
Fue ese libro, fue
esa historia que era más que una noticia. Durante años muchas cosas en su vida no habían encajado.
Su matrimonio, sus mal llamados amigos... todo había ido reventándose, y no entendía por qué. Pero ese
libro...
Leerlo no le había dejado indiferente, y le había convencido
de que a veces una persona tiene que tomar decisiones, tiene que alterar el
curso. El Empleado odiaba a Kafka, cuyas palabras resonaban siempre en su mente en
los momentos de ira: "Todos los errores humanos son fruto de la
impaciencia, interrupción prematura de un proceso ordenado, obstáculo artificial levantado alrededor de una realidad
artificial". El proceso del Empleado
era ordenado, sus ideas eran firmes, su posición estaba
clara; pero la paciencia no había aportado nada. El había tenido paciencia, pero el sistema seguía acogiendo
a esos elementos indignos, a esos indeseables para la sociedad, quienes se
beneficiaban a su costa.
Todo empezó una noche, años atrás. El
mendigo estaba tirado, ebrio, quizá drogado, desde luego inconsciente. Los
alrededores del
edificio eran un caldo de cultivo para gente así. El Empleado tropezó con él, hecho un
ovillo al lado de su coche, y aún hoy no recuerda qué le llevó a hacerlo. Miró a ambos
lados, agarró
al hombre, y lo metió en el
coche. Luego condujo hasta la puerta del edificio, vacío a esas horas, y con fuerzas cuya existencia desconocía, arrastró el cuerpo hasta el despacho adyacente al suyo, donde ya entonces nadie entraba hacía dos años, desde el último ERE,…
–“Parece que
ya ha encontrado la llave, ¿cierto? Bravo, entremos”.
Aquella frase sacó al Empleado del ensimismamiento. Discretamente se acercó a la puerta recién abierta.
Los demás habían entrado. La luz no funcionaba, la bombilla estaba fundida (¿o no?). El suelo estaba sucio, la mesa llena de polvo, papeles por
el suelo y la alfombra. La mayor parte del espacio lo ocupaba una vieja caja de algún aparato grande, quizá una fotocopiadora o una trituradora;y basura, mucha basura.
El Director parecía satisfecho. “Es fantástico que
este espacio recupere su utilidad como despacho. Las obras
comenzarán inmediatamente para que pueda ponerse a trabajar,…" (y
dijo el nombre del nuevo, qué más da cuál sea, ese jovencillo presuntuoso).
No importaba ya.
No notaron nada. Sólo se fijaron en la suciedad, en el desuso, se vanagloriarían en breve de recuperar la acción y
rejuvenecer la plantilla. Pero no vieron nada más. No lo verían, al menos hasta que la obra comenzara y sacaran todos los
"trastos"...
Texto: Teresa Giráldez