A Fray Yogur de los libros plúmbeos, con afecto, admiración y eternal gratitud.
Hoy, día de la Purísima, me he vuelto a acordar de Cosmito, aquel sacristán de pueblo –de cierta disimulada edad, tan mariquita como devoto, dos condiciones que, en la España de charanga y pandereta, cerrado y sacristía, suelen contonearse juntas- que, en llegando el 8 de diciembre, se transformaba: vestía siempre el mismo terno de cheviot, pañuelo inmaculado en el bolsillo de la chaqueta, tirolés eternamente verde escorado a la derecha… y a cantar.
De chiquillo, en el Protectorado de la Infancia, le enseñaron las salesianas cómo ganarse las espoleás: comprándolas con su voz. Pero a la voz prodigiosa de Cosmito (que no se llamaba Cosme, sino Paquito, pero le decían Cosmito porque a su sobrina, de mantillas y llorona, siempre le gritaba ¡cosme y calla!) le hacía de comparsa cierta dislalia, no pocas veces causante de la hilaridad de público y parroquia.
Va a hacer ya veinte años que nos dejó el pobre Cosmito, no sin antes haberla metido hasta el corvejón. Pues una tarde, víspera de la Inmaculada Concepción, yendo por la calle sevillana del mismo nombre, le dio la vena devota y entonó la copla de Miguel Cid a la Purísima. Pero, desafortunadamente, cambiando una “g” por “c”, con catastróficos resultados para Cosmito, para don Eleuterio Hernanz –cura ecónomo- y para mí, que di en el suelo con tanta risa que hubieron de asistirme cabe la plaza de la Concordia dos curas del Palmar que por allí a la sazón pasaban.
Entonó y cantó Cosmito de la siguiente guisa, que recojo y transcribo para la posteridad concepcionista, amén Jesús:
Todo el mundo en general,
a voces, Reina escocida,
diga que sois concebida
sin pecado original.
Ahí la cagó el inefable Cosmito y ahí les dejo, hasta mejor y más nueva ocasión.
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