Revista Cultura y Ocio

La quinta de Mahler

Por Calvodemora
La quinta de MahlerLo primero que hace cuando se queda solo en casa es poner en el tocadiscos la quinta de Mahler. Le gusta la versión de Claudio Abbado con la Filarmónica de Berlín. Después se deshace de la chaqueta y de la corbata, se calza unas zapatillas de paño bien cómodas y se sirve bourbon en un generoso vaso de boca ancha, con cubos gordos de hielo, dejándose caer en el sofá, ajeno al mundo y a su barbarie. El primer movimiento, sombrío, un poco fúnebre, le hace pensar invariablemente en la muerte, pero a medida que despacha el bourbon se reconcilia con la vida y entorna los ojos, como afectado por un trance. Cuando la aguja se levanta en el último surco de la cara A, le da la vuelta al disco. Ahí suele servirse un segundo vaso con otra buena medida de hielo. Al final de esa cara, se queda amodorrado, sin estar enteramente dormido, pero sin tener la sensibilidad de quien está en vigilia, con el vaso a medio beber o acabado, cuidando de que no se le caiga de la mano. Para componer un poco el gesto antes de que llegue su mujer, se da una ducha o entra en la cocina por ver si hay algo del almuerzo por recoger. Ella llega poco más tarde. Lo primero que hace es quitar el disco de Abbado, colocando en su lugar la versión de la Quinta de Bruno Walter con la Filarmónica de Nueva York. Luego se sirve un vaso largo de té frío y se deja caer en el sofá. A veces coge un libro, nada demasiado serio, nada que le ocupe la cabeza más de lo necesario. Otras, ojea números antiguos del revistero. Al terminar el lado primero, se levanta y da la vuelta al disco. Ahí se sirve otro té. Suele quedarse dormida antes de que su marido salga de la ducha o de recoger los platos. Luego él quita a Bruno Walter del tocadiscos y le dice, sin usar un tono alto, con suavidad, muy preocupado de no estropear el clima de bienestar que el té frío y Mahler han logrado. Ya en la cama, cogen los dos sus libros de la mesita de noche. Se desean buenas noches. Él se rodea a la derecha y mueve el flexo para que la luz incide más provechosamente en el libro. Ella se rodea la izquierda y mueve el flexo para la misma cosa. Cuando se levantan, cada uno ocupa un cuarto de baño distinto. Pidieron al constructor que fuesen iguales. Tienen el mismo gel, toallas con idéntico dibujo y hasta ponen la misma emisoria en el transistor. Mientras desayunan, se cuentan lo que han escuchado en la radio. Se contentan o se lamentan de que haya pasado tal o cual cosa. En una ocasión él refirió que, por fin, tras muchos años, su equipo de fútbol había ganado la liga. Fue un solo gol, en los minutos finales del partido, lo que inclinó el campeonato a su escuadra. Ella lo miró como si hablara un idioma que no entendía. Él la miró como si hubiese descubierto que acababa de usar un idioma que ella no entendía. Menos mal que nos queda Mahler, le dice ella. Esta noche traeré una versión nueva. Es de una orquesta muy prometedora. Me lo ha recomendado un amigo que ama a Mahler, añade antes de dejar la cocina y encaminarse al dormitorio para vestirse y dirigirse al trabajo. Mientras que recoge las tazas y los platos del desayuno, él no deja de pensar en ese gol, en el logro del campeonato, en los festejos que debieron ocupar las calles y los bares la noche anterior, mientras él apuraba el bourbon y se reconciliaba con la vida con los pasajes más tristes de la quinta de Mahler. Y de pronto, esa felicidad conocida le parece trivial. No cree que esa noche pueda volver a sentir vibrar la orquesta, ni que el vaso de bourbon le conforta como solía. Teme, en el fondo, que esté dejando de amarla, pero retira ese pensamiento obsceno de su cabeza y tararea su pasaje favorito, por ver si se aleja el miedo, por apartar ese veneno y no darle muchas vueltas a la cabeza. Sobre todo, lo hace por impedir que le dé muchas vueltas. Camino del trabajo, se pregunta si ella tendrá algo parecido a ese gol comiéndola por dentro, como un veneno. 

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