Después sería la acompañante de las tardes del domingo junto a la quiniela y al coñac Veterano que mediaba la copa que solía beber mi padre y, algo más tarde, la caja de resonancia de la transición política o la voz no dominada de la noche del 23-F. Esa radio, a la que fui queriendo sin darme cuenta como un familiar cercano y necesario fue la que comencé a descubrir, no como periodista sino como escritor, a finales de los años ochenta cuando me invitaban a hablar de mi poesía o a contar la peripecia de los personajes de algunas de mis novelas.
En el verano de 2004 tuve la fortuna de ser nombrado directivo de RTVE. En concreto, director de relaciones institucionales, un cargo no vinculado con el periodismo, pero que me permitió husmear en el microcosmos, al que yo había accedido de manera puntual y arrobado en otros años, en el que se fabricaba cuanto acaba asomando a través de las ondas para colarse en la vida cotidiana de millones de personas. Me parecía mentira poder recorrer, "como Pedro por su casa", los pasillos de RNE donde asomaban despachos y estudios en los que se celebraba la voz, visitar, a deshora, el hall con la exposición permanente de los rostros y los ambientes que hicieron la historia de la radio pública española, charlar de tú a tú o participar en reuniones con los propietarios de las voces que tanto me fascinaban (Julio César Iglesias, Beatriz Pécker, Javier Lostalé, Manolo HH, Juan Manuel Gozalo,...) en mi condición de oyente. Viví largas conversaciones con Arrate San Martín y Juan Carlos Soriano, los dioses que sucedieron, en El Ojo Crítico, a Paz Ramos (inolvidable, querida Paz, la entrevista que me preparaste, con grabaciones de época como fondo, a propósito de la aparición de Los días de Eisenhower), paseos por los jardines de Prado del Rey con el dueño de una voz de los informativos, Luis Carlos Ramírez, entonces director de programas, o con Javier Arenas, director de RNE, o mis charlas con Pedro Meyer y, sobre todo, al final de la jornada, viví momentos de regocijo íntimo y callado deambulando, solo, por los inmensos pasillos de una Casa de la Radio semivacía, asomándome a las dependencias de Radio Clásica, o de Radio 5 Todo Noticias, o de la irreverente, siempre sesentayochista e insumisa, Radio 3 (por la que mi hijo veinteañero siente hoy auténtica devoción).
Javier Lostalé, símbolo de la fusión de radio y poesía
Con mas cincuenta años cumplidos, yo era el tímido muchacho para el que la radio era el colmo de su mitología. Era el devoto de las voces irrepetibles trocado en directivo de aquellos gigantes de mi imaginación. Me parecía mentira compartir mesa y diálogo con ellos, sentirlos a mi lado, ser considerado un igual. Sé que algunos pensarán que estas meditaciones tienen algo de paletería, pero no me importa: la suma de sensaciones que la radio (sobre todo Radio Nacional) concita en mí desde hace ya muchos años tiene algo de irracional. Y, aunque parezca contradictorio, también de explicable: es la radio que ha acogido a la cultura, que garantiza música clásica las 24 horas del día, que pone en antena programas que cualquier cadena privada excluiría por ruinosos: El Ojo Crítico, La estación azul, El séptimo vicio, Carne cruda, Juego de espejos, Documentos RNE.Javier Lostalé e Ignacio Elguero, Luis Suñén, José Ramón Ripoll y Pepe Infante, antes Gerardo Diego y José Hierro... Poetas periodistas y periodistas poetas que ayudaron a que miles de poetas encontraran voz en sus micrófonos, gracias a los cuales músicos de toda índole y condición han podido estrenar su música, el folk y la música popular han tenido cobijo (¿cómo olvidar el programa Trébede, de Radio 3?) en sus estudios y, en general, la cultura ha tenido y tiene un espacio privilegiado, amplio, vacunado contra el desaliento y contra los intentos de algunos gobiernos de reducirlo. Los premios Ojo Crítico son la evidencia más rotunda de esa apuesta.
No me duelen prendas en confesar que es una de mis frustraciones. Me hubiera gustado dirigir alguno de esos programas culturales y "eternos" de la radio pública (incluso presenté uno, de título ajeno e invitador, Para leerte mejor, al director de RNE, sin que pasara de mero proyecto). Me hubiera gustado, en fin, haber sido inquilino, de hecho y de derecho, de sus pasillos y cabinas, haber contribuido, desde sus micrófonos, a extender el amor a la literatura, a la poesía, a la cultura en general entre sus cientos de miles de oyentes. Y, sobre todo, haber convivido, acompañado de mis libros y de mis devociones literarias, con los dueños de las voces mitificadas desde el otro lado de la barrera.
Cierto que vivo esa experiencia parcialmente. Cuando acudo a grabar mis reseñas de ensayo para El Ojo Crítico; cuando voy a leer poemas a La estación azul o cuando, por alguna circunstancia puntural, me llaman para hablar de alguno de mis libros o de los libros ajenos. De un modo parecido a como la viví en los tiempos en que compartí un pequeño espacio en las madrugadas de La noche menos pensada junto a Manolo HH, Óscar López, Carmen Hernández y a Ángel Gabilondo (recuerdo mis regresos a casa, a las cuatro de la madrugada, por una M-40 solitaria y fantasmal), o, en los años finales de los noventa, cuando Paco Solano, Ángel García Galiano y yo construimos, en una emisora privada, Europa FM, el efímero sueño de Libromanía.
Estas son mis historias de la radio. Las historias de una radio íntima, querida, parte esencial de mi memoria personal, de la memoria colectiva y de un presente incrustado ya en la segunda década del siglo XXI.