Revista Opinión

La rana y la cámara de gas: auge y caída de la ultraderecha estadounidense

Publicado el 18 junio 2018 por Juan Juan Pérez Ventura @ElOrdenMundial

Marzo de 2016. En Estados Unidos la ultraderecha crece, propulsada por la campaña electoral de Donald Trump. En el portal extremista Breitbart, el agitador Milo Yiannopoulos coescribe un artículo en el que explica en qué consiste esta ‘derecha alternativa’alt right—. Diez meses después, la extrema derecha copa publicaciones más reconocidas: Steve Bannon, exdirector de Breitbart y asesor del ya presidente Trump, aparece en la portada de Time como “el segundo hombre más poderoso del mundo”. En agosto de 2017, Vice News publica un documental sobre las marchas ultraderechistas en Charlottesville (Virginia). El protagonista es Cristopher Cantwell, un neonazi armado que ansía un choque violento con los antifascistas de la ciudad. Cantwell se siente amparado por el clima de xenofobia que emana de la Casa Blanca.

Yiannoppoulos, Bannon y Cantwell representan perfiles arquetípicos de la alt right. El primero es un trol sin ideología ni escrúpulos; el segundo, un político con acceso a Trump, y Cantwell un fascista del montón. Pese a sus diferencias, hoy los tres pasan por horas bajas. Yiannoppoulos cayó en desgracia al hacerse públicas unas declaraciones en las que defendía mantener relaciones sexuales con menores. Bannon se ha visto humillado por partida doble: despedido e insultado por Trump y ninguneado por la familia Mercer, donantes ultraconservadores que financiaron su posición en Breitbart. Aunque visita Europa para jalear a partidos ultraderechistas, en EE. UU nadie apuesta por él. Por último, Cantwell se ha ganado el apelativo de “nazi llorón” tras aparecer en un vídeo donde lamentaba sus problemas judiciales.

Estas tres trayectorias convergentes ilustran el devenir de la alt right. Tras dos años acaparando titulares, el movimiento se encuentra dividido, en claro retroceso y con una escasa capacidad de movilización. Pero no es un fenómeno tan positivo como parece a simple vista. El fracaso de la alt right responde a su propia incompetencia, pero también a su absorción por parte de la Administración Trump. La desaparición de estos grupúsculos, hoy marginales en el panorama político, es perfectamente compatible con el aumento de delitos de odio que actualmente presencia EE. UU, así como la deriva cada vez más autoritaria de un país que, históricamente, siempre ha descargado más violencia y represión desde sus instituciones formales que a través de movimientos sociales.

La rana y la cámara de gas: auge y caída de la ultraderecha estadounidense
La mitad de las diez mayores ciudades estadounidenses presenciaron en 2016 un aumento de los delitos de odio. Fuente: The Huffington Post

La pastilla roja: anatomía de la alt right

La ‘derecha alternativa’ no constituye tanto un conservadurismo recalcitrante como un movimiento joven que se desarrolla en las redes sociales. El principal reto al examinarla es explicar en qué consiste, ya que precisamente una de sus características es su indefinición. No estamos ante la reencarnación del Ku Klux Klan —aunque cuenta con su respaldo—, pero sus miembros tampoco se contentan con la intolerancia del Partido Republicano, que desde los años 70 agita el resentimiento racial empleando un lenguaje velado.

Al no ser un movimiento unificado, las diferentes plataformas de la alt right incluyen perfiles que van del anarcocapitalismo al fascismo, pasando por tradicionalistas religiosos y seguidores de teorías conspirativas. Una amalgama tan ecléctica como sus referentes intelectuales, entre los que destacan una lectura superficial de Nietzsche, teóricos fascistas como Julius Evola, el paleoconservadurismo de Pat Buchanan, Ayn Rand y su hiperindividualismo, aceleracionistas como Nick Land y el movimiento neorreaccionario de Curtis Yarvin. Lo que los une es un diagnóstico respecto a la degeneración cultural que amenaza a Occidente, supuestamente asfixiado por los vicios del progresismo y el marxismo cultural. Feministas, minorías raciales, inmigrantes, musulmanes y colectivos LGBT conspiran para emascular al hombre blanco heterosexual —que, casualmente, conforma la base social de la extrema derecha—. Los grupos más radicalizados temen un supuesto “genocidio blanco” a medida que la sociedad estadounidense deje de ser mayoritariamente caucásica —en torno a 2040, según el censo—, con la paradoja de que quienes más critican las políticas identitarias o la “corrección política” recurren a un victimismo mucho más sensacionalista.

La otra característica definitoria del movimiento es su arraigo entre jóvenes usuarios de redes sociales como Reddit y 4Chan, que en los últimos años se han convertido en un criadero de ultraderechistas, troles y ciberacosadores. Una mezcla de nihilismo, frustración y vocación transgresora los ha llevado a abrazar ideas misóginas y supremacistas, si bien las recubren con tal barniz de ironía y desapego posmodernos que no es fácil entender hasta qué grado las suscriben. En este sentido, la alt right guarda similitudes con movimientos como el italiano CasaPound o la ultraderecha brasileña, que busca apelar a jóvenes blancos combinando una retórica violenta con una estética pretendidamente inconformista

Para ampliar: Muerte a los normies, Angela Nagle, 2018

Los hitos fundacionales de la alt right fueron sucesos que movilizaron el resentimiento racial o patriarcal en las redes sociales. El primero llegó en 2012 con el asesinato de Trayvon Martin, un menor de edad negro al que disparó un vigilante local; el segundo, en 2014, fue el llamado Gamergate, una polémica visceral en torno a la representación de las mujeres en la industria de los videojuegos en la que Yiannoppoulos se dio a conocer acosando a activistas feministas. La contribución de la alt right en la campaña de 2016 siguió este modus operandi: acoso salvaje en redes aderezado con avalanchas de memes supuestamente irónicos, entre los que destacaban sus montajes de la rana Pepe —un personaje de cómic que eligieron como mascota— o Trump encerrando a sus enemigos en cámaras de gas. Los réditos de dar a conocer al mundo esta mezcla de surrealismo y  esta campaña son dudosos; su principal logro fue provocar una respuesta torpe de Hillary Clinton, que pronunció un discurso de crítica a la alt right que le dio publicidad gratuita.

La rana y la cámara de gas: auge y caída de la ultraderecha estadounidense
Funeral de la rana Pepe, meme de la alt right. Fuente: The Verge

La mejor forma de entender la alt right tal vez sea examinando su proceso de captación, no muy diferente al que emplean los extremistas islámicos. Muchos jóvenes se radicalizan en plataformas como Reddit, Youtube y 4Chan. Es allí donde ingieren la “pastilla roja” que, como en Matrix, les abre los ojos a grandes verdades hasta entonces inescrutables, como que los negros son inferiores a los blancos o que no ligan porque la “ideología de género” atenta contra su masculinidad. Se trata de resentimientos injustificados, pero sería equívoco rehuir que la sociedad actual proporciona un sinfín de motivos para sentir frustración, desde la desigualdad a la precariedad laboral, pasando por la inseguridad y enajenación a la que se ven sometidos muchos adolescentes. Uno de los aspectos más despreciables de la alt right es precisamente su intento de captar a personas que sufren depresiones o problemas de autoestima.

Para ampliar: “Trump, patrón de los desamparados”, Nacho Esteban en Medium, 2018

El camino de radicalización estándar comienza en la llamada alt lite, la versión light de la extrema derecha en la que se inscriben provocadores como Yiannopoulos. Sigue con agitadores como Stefan Molyneux, que manipula estadísticas de crimen o desarrollo cognitivo para sugerir que existen diferencias de “biodiversidad” en la especie humana y así abrir el campo a discursos desacomplejadamente racistas. Una labor similar realizan autores contraculturales como Jim Goad, autor de El manifiesto redneck, o el canadiense Gavin McInnes, cofundador de Vice. Este último es un caso representativo: su movimiento Jóvenes Orgullosos —Proud Boysse opone a las corrientes más extremistas de la alt right, pero a menudo sirve como vehículo de radicalización. A pesar de sus eternas peleas sectarias, la alt right puede entenderse, así, como un continuo que empieza con troles y termina con neonazis.

Regalos envenenados y pastillas negras

Con las elecciones de 2016, la alt right vio materializarse su fantasía más desaforada. Una gran parte del movimiento anhelaba un presidente aún menos tolerante, pero se sentía representada por las diatribas racistas de Trump. Y éste parecía dispuesto a cumplir, con un discurso de inauguración oscuro e intolerante. Una semana después Bannon, que dirigió el último trecho de su campaña electoral, orquestaba el veto migratorio a países islámicos y consolidaba su posición como asesor del presidente y miembro del Consejo de Seguridad Nacional.

Fuera de la Casa Blanca, la alt right también avanzaba posiciones. Uno de sus representantes más destacados, Richard Spencer, se convirtió rápidamente en el enfant terrible de los medios de comunicación. Spencer saltó a la fama durante una conferencia ultraderechista en la que mostró su entusiasmo por Trump con un saludo nazi. Pero es un comunicador relativamente sofisticado, que sabe presentar una imagen educada y subvertir a sus entrevistadores argumentando, por ejemplo, que solo promueve “políticas identitarias” para blancos. Tras dejar en ridículo a varios periodistas incapaces de ponerlo contra las cuerdas o de escribir un perfil sin ensalzarlo como un villano carismático, Spencer se encontraba en posición de popularizar su proyecto, que consiste en convertir EE. UU. en un etno-Estado para blancos mediante una “limpieza étnica pacífica”

La rana y la cámara de gas: auge y caída de la ultraderecha estadounidense

Las tres etnias mayoritarias entre la población estadounidense son anglosajones —especialmente en la mitad norte—, afroestadounidenses —sobre todo en los estados surorientales— e hispanos —más abundantes en los estados en contacto con México—.

Pese a todo, la presidencia de Trump no tardó en revelarse como un regalo envenenado. El presidente comenzó a acercarse a los republicanos tradicionales y se libró de Bannon, que vio cómo su poder menguaba a lo largo de 2017. Los bombardeos recurrentes contra el régimen sirio han frustrado la agenda aislacionista de la alt right, que mayoritariamente rechaza las guerras que emprenden políticos “globalistas” –un eufemismo con el que hacen referencia a las élites judías que, como en toda cosmovisión de ultraderecha, supuestamente controlan el país–. Tampoco las rebajas de impuestos de Trump eran una prioridad para la extrema derecha, que por lo general apoya una suerte de Estado del bienestar de uso exclusivo para blancos.

Para ampliar: “La supuesta dictadura de Donald Trump”, Jorge Tamames en El Orden Mundial, 2018

Su futuro tampoco es prometedor fuera de la Casa Blanca. Siguiendo una suerte de principio de Arquímedes ideológico, la alt right se ha visto rápidamente contrarrestada por movimientos antifascistas que interrumpen sus charlas y marchas con protestas y tácticas de acción directa. Uno de los incidentes más célebres tuvo lugar durante la inauguración de Trump, cuando un antifascista soltó un puñetazo a Spencer mientras narraba la historia de la rana Pepe. Otro más oscuro sucedió en Charlottesville, donde un neonazi mató a la activista Heather Heyer, un incidente al que Trump intentó quitar hierro equiparando a la alt right y el movimiento antifascista.

Estos choques han generado críticas por parte de tertulianos y comentaristas progresistas, que consideran que pegar a un nazi supone una falta de etiqueta inaceptable. También en la izquierda existen debates sobre la utilidad de la acción directa a la hora de contrarrestar a la alt right, que intenta presentarse como víctima de la intolerancia de la izquierda. Lo que sí parece es que estas protestas desmoralizan profundamente a la alt right. Al tiempo que el movimiento antifascista funciona como un anticuerpo en las calles de EE. UU., plataformas como Facebook, Twitter y Youtube están abandonando su laxitud y cerrando cuentas de extremistas reconocidos

Ante este impase, la alt right carece de voluntad y capacidad para organizarse. Sigue vinculada a una base social blanca, sedentaria y de clase media, sin organizaciones que le permitan capitalizar la coyuntura política. Spencer parece más interesado en cuestiones estéticas que organizativas y hace poco admitía que el movimiento debería centrarse en persuadir a élites políticas, a la manera de un lobby. Breitbart, por su parte, parece en proceso de recentrarse en librar guerras culturales, en línea con la ideología de su difunto fundador, Andrew Breitbart. Nagle señala que la brutalidad de los disturbios de Charlottesville marcó un antes y un después, abriendo una zanja entre quienes están en la alt right para incordiar y acosar y quienes realmente se comprometen con la construcción de un Estado supremacista.

También existe un problema de fondo psicológico. Trump se presentó como un antídoto frente a los males que aquejan a la alt right. La cuestión es que, aunque su paladín ocupa la Casa Blanca, ni las minorías raciales van a postrarse a sus pies ni una legión de mujeres va a descubrir súbitamente el tirón irresistible de su virilidad. En vez de obtener respeto de un orden social más jerárquico, la extrema derecha descubre que poco cambia en su día a día y que Trump continúa siendo un presidente impopular. Los ultraderechistas que más se frustran con esta tesitura ingieren otra pastilla metafórica, en este caso negra, y renuncian a cualquier forma de participación política, con lo que se hunden en una espiral nihilista y autodestructiva. De este caldo de cultivo salen asesinos como Elliott Roger y, más recientemente, Alek Minassian, que cometieron atentados mortales como retribución por ser ‘célibes involuntarios’ —incel, en la jerga del movimiento—.

Lo peor está por venir

El fracaso de la alt right es una buena noticia, pero debe entenderse en perspectiva. El principal motivo detrás de su desmembramiento es que pasó a ser redundante en el momento en que Trump entró al Despacho Oval. La intolerancia de la que el actual presidente hace gala cada día representa a un porcentaje considerable —aunque, por suerte, no mayoritario— del electorado estadounidense.

El 43% de los estadounidenses reconocen tener prejuicios hacia los musulmanes. Fuente: Gallup

Los medios progresistas y biempensantes, que presentan a Trump como un monstruo, insisten en buscar a personajes que expresen sus ideas con menos vulgaridad con el fin de promover algo que se asemeje a un debate intelectual. El reincidente más destacado es The New York Times, que hace poco publicó un reportaje sobre “renegados intelectuales” en la era de Trump. Se trata, en la mayor parte de los casos, de charlatanes y oportunistas como Jordan Peterson, el psicólogo junguiano que insiste en que los hombres necesitan ser agresivos y competitivos para encontrar la felicidad, o Ben Shapiro, un pseudoperiodista que usa el rap como excusa para lanzar diatribas racistas.

La premisa de este tipo de reportajes es que la izquierda se equivoca al estigmatizar a estos ponentes y dejarlos en una posición marginal —una hipótesis dudosa; Peterson, al fin y al cabo, es catedrático en la Universidad de Toronto—. Que esta versión descafeinada de la alt right ofrece un refrito similar de resquemor e intolerancia es un hecho evidente, pero que no termina de calar en el periódico de referencia estadounidense. Parece necesario, por lo tanto, popularizar las ocurrencias de Peterson o Shapiro para debatirlas como si fueran merecedoras de un análisis riguroso.

Un aturdimiento parecido gripa al Partido Demócrata. Una parte considerable de la oposición se empeña en presentar a Trump como una anomalía que guarda poca o ninguna relación con el resto del Partido Republicano. El resultado es la beatificación instantánea de cualquier político republicano que critica suavemente al presidente. El resultado de esta estrategia es ofuscar hasta qué punto Trump es un producto del Partido Republicano. Mientras se combatan los síntomas visibles en vez de las causas estructurales del problema —la enajenación que genera la sociedad contemporánea, el racismo del Partido Republicano y la superficialidad con que los grandes medios de comunicación abordan estas cuestiones—, movimientos como la alt right continuarán creciendo.

Para ampliar: “Racismo y fanatismo: el supremacismo blanco en EE. UU.”, Andrea Moreno en El Orden Mundial, 2017

La rana y la cámara de gas: auge y caída de la ultraderecha estadounidense fue publicado en El Orden Mundial - EOM.


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