Debería haber una cierta impunidad en algunos crímenes. Una del tipo que te permita más tarde proceder con entereza y hasta con naturalidad frente a los demás y llevar una vida ordenada, en nada escandalosa, cívica, sensata también, pero no la hay. La impunidad no existe. Te educan para el remordimiento. No sabemos que hemos pecado hasta que alguien nos informa de la naturaleza terrible de nuestros actos. Así que matas a alguien y se te cae el mundo encima. No importa que el cadáver no sea recuperado. No es relevante el hecho de que nadie te acuse. Tú sabes el mal que has causado. Se atasca entonces el alma, se embota y ya no es posible besar a un hijo o estrechar manos cordialmente con la ufana naturalidad de antaño. No hay manera de leer un libro sin caer en la cuenta de la atrocidad que cometiste. No puedes lidiar con la rutina del trabajo sin considerar la miseria a la que has abocado tu vida. No la hagas, no la temas, oigo decir. Yo la hice, la temo, no hay vuelta atrás. Es mi cabeza la que me inquieta. Soy yo el perturbado. No necesito que me señalen. Me basta recordar. Sé, sin que se precise el concurso de los demás, su participación necesaria, que he obrado mal una vez y muchas veces. ¿Quién duerme ahora con la conciencia tranquila? En esa mansa vigilia que precede al sueño te invaden, como lobos, todos los muertos que has ido abandonando en los bosques, en las afueras. Como en una mala película de serie B, truculenta y casposa, la conspiración va urdiendo su trama secreta y todo conduce irremisiblemente a la detención del criminal. En cierto modo, ansío que den conmigo. Tampoco me decido a presentarme en comisaría. No se me hará caso. No lo han hecho antes. Creen que desvarío, no escuchan lo que les digo, no me toman en serio lo que les confieso.
El cine forja sus héroes y sus villanos, pero la mano asesina carece de mitologías: no obedece a argumentos. El crimen paga, reza la leyenda. Ojalá yo pagase. Imagino que pagar es también zafarme de la culpa con la que no soy capaz de seguir viviendo. No es vida la que tengo. No he podido volver a los parques y ver la evolución de los juegos de los niños. Al principio cuidaba que no me descubrieran. Luego me entusiasmó la idea contraria, la de descuidarme completamente y esperar a ser descubierto. Me duele no haber enterrado la culpa junto con el muerto. Y ando las calles sin aplomo, ajusticiado, solo, entregado a los remordimientos. Y la hormiga muerta aparece en mis sueños, demediada, en la suela mortal de mis Nike de cien euros. La pobre, la inocente. La hormiga a la que no di oportunidad, la hormiga que me duele en el alma al probar a conciliar el sueño o cuando, al despertar, pienso en que tendré que salir y en todas las hormigas que pisaré. Me atormentan todas las hormigas que los demás pisan. Con voluntad o sin ella. No entro en esas consideraciones. Cómo podría hacerlo.