Tiene algo Agatha Christie. Siempre lo ha tenido. Un embrujo especial. Un tipo de composición escénica. Un método arácnido para que los lectores queden casi desde el principio adheridos a la telaraña que urde con sonrisa leve. No sé. Lo que sea. Quizá si la descubres siendo adulto, con muchas lecturas a la espalda y con mucho cine devorado, el poder que ejerza sobre ti resulte menor. Es posible. Pero como te adentrases en sus libros cuando eras un niño o un preadolescente, ya estabas atrapado para siempre.
A mí me ocurrió. Yo accedí a mis primeras historias christianas (qué chocante el juego de palabras que brota ahí) cuando las piernas me colgaban de la silla, en la biblioteca de Blanca, y no tocaban el suelo. Negritos, trenes inquietantes, islas en las que moría gente, infusiones envenenadas, aristócratas ambiguos, escaleras que bajaban a sótanos, Hércules Poirot, gestos meditabundos… Y, claro, me dejé seducir de forma irremediable.
Ahora, cuarenta y cinco años después, vuelvo a leer una de las obras de la gran escritora: La ratonera, un texto teatral en el que juega endiabladamente bien con sus figuritas animadas, con los inquilinos que acuden una noche (de nieve, claro está) a la mansión Monkswell, justo después de que se haya producido en Londres un espantoso asesinato. Y pronto cunde la certeza de que uno de los personajes es el asesino. O la asesina. Y cuando la desagradable señora Boyle es estrangulada los temores y el pánico crecen. Sí, el asesino está entre ellos. O la asesina.
No les diré nada. Sería imperdonable.