Existe entre nosotros una raza singular, muy cercana. Es la raza de los colones. Pero no, es algo más: la familia, los Colone, así, con mayúscula, dada la cotidianeidad en la que se mueven y lo extensas que son sus ramas.
Ellos, así, se mezclan en nuestras calles, prefiriendo los terrenos populosos y muy frecuentados día a día de la carnicería, la verdulería y la cola del pan o del autobús. Es en estos dos últimos sitios donde despliegan todo su poder y capacidad de persuasión, incólumes y fríos ante las protestas, abucheos y sonidos desgarradores que les lanzan cuando entran en acción. Puestos en jarras, el pie firme, la mirada serena y decidida, avanzan en el breve camino lateral que nadie de la cola ha visto antes que ellos, mientras algún otro se atreve a anunciar:
- ¡Eh, señora, que se está colando!
¿Pero quién se atreve a plantarse ante un miembro de la familia Colone? Su capacidad de persuasión, tal vez su aura incluso, o años de experiencia y evolución natural hacen que se giren y con toda la tranquilidad que sólo un Colone puede tener, contesta:
- ¿Es a mí?
Dentro de la familia Colone son especialmente las hembras las que han logrado un desarrollo mayor en su habilidad para encontrar siempre los primeros puestos. Son fáciles de identificar, siempre acompañadas por un miembro masculino de la familia -marido, generalmente-, que se sitúa a dos o tres pasos protocolarios, dejando espacio de acción para la fémina, que será capaz de que la atiendan antes en el mostrador de la relojería, obtendrá las mejores ofertas en el súper o le resolverán la duda de turno antes que a nadie.
- Disculpe, es sólo un momentito, ¿eh?