Revista Cultura y Ocio
Hay cierta dignidad en la pobreza que es más costosa de percibir fuera de ella. Es la dignidad de la vida concentrada en la supervivencia. También la dignidad de las cosas sencillas. En poco tiempo no habrá cosas sencillas: todo se habrá complicado adrede, convertido en un espectáculo circense en el que compiten contrincantes afanados por hacer la pirueta más peligrosa. Seguramente acabaremos perdiendo el valor del silencio o la belleza de la simplicidad. Cuando se tiene muy poco, cambia el modo en que miramos las propiedades. Cuantas menos se tienen, más se conocen. Se sabe si cruje la silla y lo que guarda un cajón. Tiene el pobre esta memoria cartesiana de las cosas. La tiene sin que haya decidido tenerla. Nadie como él para saborear el pan o la leche. No sabemos lo que tenemos hasta que lo perdemos. Borges lo ecsribió mejor: sólo es nuestro lo que perdimos. Pero he aquí al dueño de la vida, aunque sea una vida cogida con los dedos, izada un instante, convertida en algo hermoso y en algo triste a la vez. Porque el niño no puede sonreír con más entusiasmo, pero podemos imaginar el gesto que precede a la risa, lo hemos visto muchas veces, algunas más de cerca y otras, las más, en una pantalla. Lo malo de las pantallas (de la distancia desde donde uno contempla las imágenes) es que no nos incumben en el mismo rango de empatía que la realidad; enfatizan la sensación de irrealidad precisamente, como si no tuviésemos constancia de que pudiera haber algo que no fuese real, tangible y mensurable y de pronto se nos ofreciera con la etiqueta impresa de "falso" y lo miráramos a salvo, sin que duela ni nos incumba. Hay que perder el significado de las cosas para entenderlas nuevamente. A la vida, a fuerza de vivirse, le retiramos a veces el significado. No sabemos nada más allá de lo impuesto por la rutina, la zona de confort que ahora suena tanto. No hay mejor botella de leche ni mejor pan. Ni sonrisa más feliz. Certezas que duran poco. Imágenes sin volumen.