Una
herida en la región parietotemporal izquierda del cerebro puede hacer
que no comprendas al mundo ni te comprendas a ti mismo, pero hay
cerebros limpios y presentables, fiables en salud y en irrigación
sanguínea, que exhiben la misma incapacidad sensorial. Hay gente con un expediente clínico sobresaliente a los que el azar o la conjunción
de muchos azares les privó de la facultad de reconocer el mundo y de
reconocerse a sí mismos. Algunos entendidos en estas materias llaman a
esa privación del intelecto sensitivo afasia. Yo mismo, modalidad
impoluta del ser humano sin quebrantos cerebrales visibles, soy un
afásico a poco que miro la realidad de cerca y comienzo a razonar cómo
está hecha. No hay quien la abarque sin sufrir un temblor en lo más
íntimo. No hay quien decida examinarla a fondo sin salir tocado en el
alma. Debo ser un caso de anomalía de lo más normal. He visto gente como
yo a las que la realidad también les ha aturdido a conciencia. Afásicos
sin solución química posible. Los fármacos pueden curar las heridas
parietotemporales del lado derecho o del izquierdo pero no hay fármaco
en los dispensarios públicos ni en los laboratorios secretos que
detenga, merme o palie el mal que padezco. Vivo en las ruinas de mi
inteligencia, que dijo un poeta. Padezco el mal de mi sensibilidad. Me enferman las injusticias. Flaqueo a poco que hurgo en la trama de lo real y encuentro los rotos y los zurcidos mal pespuntados. No soy el único. Ojalá lo fuese. El gremio de los sensibles crece y se hace fuerte, pero nos falta (en mi débil entender) cohesión para dialogar de tú a tú con los poderosos y plantarles cara y decirles de la forma que mejor puedan entender lo irreperable de sus acciones. Los afásicos somos los parias del mundo.
Soy
un vagabundo digital. Soy un nostálgico analógico. Un nómada virtual.
Ni estoy en este mundo que no comprendo ni he hecho residencia en la
nube, en la red, en ese limbo perfecto en el que puedes ser feliz a
golpe de clic. Tanteo los programas, me obligo a estar al día, pero no hay ninguno en el que no me sienta desamparado, sin norte, navegando mares que no conozco, como un Ulises con amnesia. Mi felicidad a estas alturas de la travesía está a
expensas del cambio climático y del índice de precios al consumo. Estoy
atrapado en las páginas bursátiles. Lampo por matrimoniar vida y razón y
únicamente hago fornicios ocasionales con las horas, magreos de minuto,
invasiones lúbricas con fragmentos muy reducidos de tiempo. No hay nada
perdurable en lo que hago. Ni siquiera dejaré una descendencia a salvo
de los rigores que yo mismo sufro. Los que sembrarán mi apellido por el
mundo encontrarán los mismos dolores en las mismas vísceras. Mi
descontento es de una sencillez asombrosa. No es a mi pesar un
descontento complejo de ésos que requieren psiquiatra argentino, diván y
horas de abrirse el alma a golpe de visa. Es un mal cercano. Compartible. Las salas de espera de los ambulatorios están llenas de gente como yo. Los veo aterrarse con los mismos terrores, padecer los mismos padecimientos, llorar con las mismas lágrimas. Estamos hechos de una materia especial. No sé si son sueños, como el bueno de Sam Spade quería. Vamos a consignar hoy la palabra pesadilla. A falta de un día mejor, pongamos pesadilla.
De
resultas de todo este magreo frívolo con las ideas he decidido, a día
de hoy, dos de febrero de dos mil trece, en la villa de Lucena, Córdoba,
renunciar a entender el mundo e incluso de entenderme a mí mismo. Me
pido la butaca de espectador. Quiero caña visual en una pantalla de alta
definición y espero que a ningún cerebrito de Hollywood se le ocurra
meter en el metraje metafísica, hondura de personajes y un final de
pensar mucho. Hace tiempo que dejé de adorar el cine serio. Me dio
muchos placeres, me abasteció de montones de argumentos con los que
decorar las horas en los pubs, contento de ron y de nicotina, de amigos y
de blues del delta, pero ahora soy más de palomitas. La realidad, ya lo
he dicho, me está matando. Me muero de veras. En unos pocos de años
seré un cadáver inculto como tantos. Nadie dirá de mí que hice algo por
el progreso intelectual de la raza humana. A lo sumo, los míos, la gente
que me quiere o que me tiene algo de afecto, dirán que algunas veces
era ocurrente y que jamás escamoteaba una invitación a cañas en los
bares. Espero que mi epitafio sea sencillo y no contenga palabrejas
complicadas. Hoy he visto las cosas claras. Me quiero ir de este mundo
feliz y bruto, alegre e ignorante. Todo lo demás, es decir, el cabrón de
Kafka, la puta madre de Kierkegaard y la prosa retorcida de Baudrillard
se las regalo a los veinteañeros ávidos de grumos intelectuales. De ellos es el futuro, no mío. Ya se
darán cuenta de que lo mejor del mundo es dormir la siesta y despertarse
con una sonrisa en los labios, tener la panza bien llena y la cuenta de
ahorros sin agujeros considerables. Todo lo demás no es literatura, es el prospecto de un fármaco.