Por Diego Cazar Baquero. Periodista
(Publicado originalmente en revista dominical Cartón Piedra del diario El Telégrafo, el 24 de enero de 2016)
“Un vestido nuevo no te lleva a ningún lado, sino la vida que vives con ese vestido”.
Diana Vreeland
“Era un artista, yo solamente ayudé a que se liberaran su ángel y su demonio”.
Lindsay Kemp
La música nunca viene sola, siempre tiene algo que entregarnos por debajo de la mesa. En los primeros años de posguerra, la música pop se convirtió en la posibilidad de explotar la sexualidad y la intimidad de una juventud con fervientes deseos de liberación. Los espacios donde escuchar música o bailar se multiplicaron o se volvieron más apropiados para los encuentros íntimos: clubes, departamentos, salones, autos.
Pero en los sesenta, el pop —digámoslo así— se convirtió en rock. Y lo hizo dejando de lado el discurso romanticón para darle a la palabra la cualidad de la rebelión. En marzo del 62 se conocieron Mick Jagger y Keith Richards y tres meses después ofrecieron su primer concierto como los Rolling Stones. Los integrantes de The Beatles se encontraron con Bob Dylan en 1964 y eso desató una mutua bomba creativa. En 1965, Ray Manzarek y Jim Morrison formaron The Doors, y 3 años después se desató la revolución de mayo de 1968, con sus consignas dirigidas a rechazar a los viejos. El mundo debía ser tomado por fin por los jóvenes. La palabra desencadenó una rebelión de eslóganes, como prefiere llamarla Claude Chastagner. “Who wants the yesterday’s papers?”, decía Jagger. “We want the world and we want it, now”, decía Morrison.
Pero no es sino con la cubierta de un disco de 1970 que la rebelión de la palabra se transformó en un hecho subversivo sin precedentes en el mundo de la música popular, a través de la producción de un personaje andrógino que sacudió aquella noción de roles de género que aún sostenían sus antecesores. Se trata de la tapa del álbum The man who sold the world, obra de un jovencito londinense de 23 años que apareció con un brillante vestido de mujer recostado sobre un diván. La imagen era digna de estar en una página de revista de moda más que en una portada de álbum de rock.
En los sesenta, la famosa revista Vogue dictaba la moda y lo hacía de acuerdo a lo que una mujer francesa veía en las calles londinenses. Hablo de Diana Vreeland, quien había llegado a ser la editora en jefe de la publicación en 1963. El youthquake londinense fue para Diana la oportunidad de levantar a una revista que había pasado por un período de depresión: el cine, el teatro, la fotografía y, por supuesto, la música eran algunos de sus ingredientes. “El estilo —decía Diana Vreeland— tiene un factor común lo tenga quien lo tenga: la originalidad”. Vogue mostró por primera vez a Mick Jagger, expuso a The Beatles, Barbra Streissand, Cher, Jim y Pamela Morrison…, y de esta manera, involucró como nunca antes a la música con la moda. Vogue se percató de que el estilo tenía que ver con el vestuario pero, sobre todo, con una cuestión de actitud. Más que la ropa, importaba el movimiento, la gestualidad, el andar. Muchos de los más famosos personajes, ávidos de subvertir las mentes conservadoras, confluyeron en París y Londres primero, y luego en Los Ángeles y Nueva York. Imaginar costaba muchísimo pero también daba mucho dinero. La ola de la creatividad y las expresiones artísticas que caracterizaron los años veinte habían vuelto y el artista gritaba en favor de la necesidad de reivindicar el diálogo profundo y extremo con lo diferente.
David Bowie —el cantante que descubrió que su rebeldía era diseñarse a sí mismo— también parecería que se hubiera fijado mucho en Vogue, pues aparte de la tapa de The man who sold the world, hay referencias a las fotos que Diana Vreeland ideaba para la revista, como la sorprendente similitud entre la modelo Penelope Tree y el personaje de Ziggy Stardust, o la canción ‘Drive in saturday’, del álbum Aladdine Sane, en la que David menciona a Leslie ‘Twiggy’ Lawson, la primera topmodel y rostro de Vogue. “She sighed like Twig the Wonder Kid”, es el verso que la cita. Es curioso notar que en una entrevista para el Edmonton Sun, de Canadá, en 2012, la modelo reveló que Vogue había rechazado una fotografía en la que aparecía junto a Bowie, argumentando que no podían aparecer rostros de varones en sus portadas. El resultado de la negativa fue la tapa del álbum Pin Ups, el séptimo trabajo del británico. Se había instaurado la ruptura de los límites entre lo femenino y lo masculino.
Los setenta era la época de ‘las locas del rock’, pero no todos los rockstars estaban dispuestos a poner en duda su virilidad y su rudeza. Esta era una rebeldía en contra de los rebeldes. ¿A que no te atreves a ser todo en un mismo cuerpo? ¡Vamos, a que no te atreves a ser una mujer, una irresistible mujer con genitales masculinos! Un camaleón cambia el tono de su piel para esconderse. David lo hizo para mostrarse. Sin embargo, aunque uno de sus primeros ejercicios de transformación fue su temprano cambio de nombre —pasó de ser David Robert Jones a David Bowie—, muy pronto él mismo se dio cuenta de que necesitaba ayuda para conseguir materializar a todos sus personajes y edificar la dramaturgia que fue toda su vida. Pero, ¿quiénes estuvieron detrás del look de este camaleón exhibicionista?
El atuendo de la citada cubierta de The man who sold the world fue uno de los primeros experimentos con la ambigüedad sexual desde su apariencia. Su creador fue el diseñador Michael Fish, y el traje fue utilizado para su primera gira promocional estadounidense, en 1971. Bowie se mostró desde entonces como su propio maniquí, como guionista y actor de cuantas fantasías pasaran por su cabeza. En 1972, fue Freddie Burretti quien alcanzó a cristalizar una de sus mayores ideas cuando tuvo que vestir a Ziggy Stardust y le dio color. Un año más tarde, en mayo de 1973, David usó un traje diseñado también por Burretti para el videoclip de ‘Life on Mars?’, en el que David es casi tan solo un modelo. No hay más que primeros planos de su rostro —con las sombras azules alrededor de sus ojos y el carmín en sus labios— o planos abiertos que muestran al personaje con el traje azulado, sobre una camisa rayada y una corbata que nadie pensaría que pudiera combinar.
En 1971, Kansai Yamamoto, ícono de la moda japonesa de los años setenta y ochenta, abrió su firma Yamamoto Kansai Company Ltd., en Tokio, y rápidamente sus diseños llegaron a la tienda Hess’s, en Estados Unidos, donde llegaba lo mejor de la moda de entonces en el mundo occidental. Durante la gira promocional del álbum Aladdin Sane, uno de sus excéntricos quimonos atavió al Ziggy que se aprestaba a morir (había que matar a un dios, para crear otro). Bowie había conocido a Yamamoto en 1972, y en 1973 ya el japonés se había convertido en otro de los artífices de la fantasía Bowie. Pero este no fue el único atuendo que Yamamoto elaboró para Ziggy. El traje espacial para Space Oddity que tanto evoca a La naranja mecánica, de Kubrick, también es obra suya. Una fusión entre los elementos de la ciencia ficción de plena era espacial y el creciente interés que varias personalidades del mundo del espectáculo habían puesto en Japón determinó los intereses de un Bowie que buscaba por todos los medios caracterizar a sus personajes. El teatro kabuki, una expresión dramática japonesa que data del siglo XVI y se mantiene hasta hoy, fue otra de sus referencias. Él se basó en un tercer momento del kabuki, que tuvo lugar durante la segunda mitad de ese siglo, y que estuvo en manos de los varones adultos, para que el humor y la picardía de antes ahora se transformaran en una puesta en escena estilizada y orientada a enaltecer el valor dramático. El famoso Tokyo Pop —un traje que expandía las líneas del cuerpo sobre un fondo negro, las redondeaba y las multiplicaba hasta el delirio— conjugaba el glitter del glam con el misticismo de la cultura del sol naciente. Había movimiento en ese traje. El movimiento de una geisha, quizá. Androginia intercultural.
El mundo de la música popular reaccionó como en un dominó: en 1973, un año después de que naciera Ziggy, Queen hizo su primera sesión fotográfica en el apartamento de Freddie Mercury, en el barrio londinense de Kensington. En Freddie —íntimo amigo de David— podemos ver cuán poderosas eran las primeras influencias que ejercía el camaleónico líder de The spiders from Mars. No tardó mucho tiempo Freddie en llegar él también a Japón y lucir su propio quimono, en 1975. Nueve años después, las lentejuelas y los body suits le llevaron a erigir otro ícono de la estética glam con el videoclip de ‘I want to break free’.
En 1980 nació Pierrot, personaje cuyo vestuario fue diseñado por Natasha Korniloff para el clip de ‘Ashes to Ashes’, portada del álbum Scary Monsters (and Super Creeps). La semilla germinal de Pierrot está en la influencia que Bowie recibió de Lindsay Kemp, el bailarín que pensó los conciertos de Ziggy Stardust en el Rainbow Theatre de londinense. El mismo que aparece bailando en el clip de ‘John, I’m only dancing’, dirigido por su fotógrafo, Mick Rock. Kemp fue para Bowie un detonante creativo y quien reforzó la importancia de lo visual. El lugar del glamour que define al glam rock le debe mucho al ojo de este artista que traía la escuela del celebérrimo Marcel Marceau al mundo del rock.
Otro de los trajes más icónicos de Bowie fue el abrigo con la bandera del Reino Unido. El Union Jack coat fue obra del diseñador Alexander McQueen y fue el traje que el británico lució para la portada de su álbum Earthling, de 1997. Sin que McQueen se lo imaginara, su obra lo hizo famoso y la pieza llegó a formar parte de la muestra ‘Anglomanía’, del Museo Metropolitano de Arte, de la exhibición itinerante David Bowie is, y de la muestra Savage beauty. En ese mismo año, McQueen obtuvo el premio al Diseñador británico del año y días después fue designado sucesor de John Galliano al mando de la casa Givenchy.
En suma, Bowie impuso la moda en la música y llegó a ser portada de muchas revistas. Incluso de Vogue. La modelo y amiga de David, Kate Moss, apareció en la cubierta de la edición de mayo de 2003, luciendo el rayo característico de la cara de Bowie, obra del francés Pierre La Roche, otro de los hombres detrás del actor, y que se convirtió en un ícono de la cultura pop, justo cuando Bowie atravesaba por uno de sus más graves episodios de adicción a la cocaína. Ocho años después, Moss volvió a la portada de la revista caracterizando de nuevo a Bowie en una alusión a Ziggy. “En los veinte años que pasé retratándolo debió haber creado unos 78 disfraces diferentes —le dijo el fotógrafo Mick Rock al periodista Drew Miller, de Vice—. No era normal”.
Es tan trascendente Bowie para la industria de la moda de Occidente que el mismo Jean Paul Gaultier tomó su imagen para su colección Primavera-Verano 2013. Otros grandes diseñadores como Gucci o Dries Van Noten también lo evocaron. En 2013, la marca Louis Vuitton lo escogió para una de sus campañas argumentando que “es un artista multifacético con una personalidad única. Desde el comienzo de su carrera, siempre ha desdibujado los límites entre la realidad y la ficción, el rock y el pop, lo masculino y lo femenino, la extravagancia y el apocalipsis”.
Sin duda, la rebelión estética de Bowie marcó a la música popular durante más de cuatro décadas y lo convirtió en el maniquí más totémico de la industria del espectáculo.
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